sábado, 19 de febrero de 2011

Lugar sagrado

Hola, Señor. ¡Mírame, he venido a tu casa!, ahora ya ves que soy una buena mujer y que siempre te llevo en el corazón. Por eso, todo lo que hago viene de ti. Por eso, todo lo que hago es puro.

¿Has dicho algo? Ah, ¿esto?, ya lo ves, no podía venir de cualquier manera, así que he traído a las criaturas de tu padre sobre los hombros. Es un abrigo carísimo, pero todo sea por agradarte. Mira, yo no me atrevería a venir como esos harapientos que ves sentados en los bancos de tu casa.


Señor, quisiera pedirte algo. Cuida de mi esposo, ¿quieres? Es un gran hombre, sale en televisión dando a conocer tu palabra a todo el mundo y condenando a esos ateos ignorantes. Pide dinero por tu causa, pero por desgracia lo que ganamos no es suficiente. Señor, Señor, escúchame, ¿verdad que no te has olvidado de tus hijos? Necesitamos el dinero. Mi esposo no puede ir siempre a predicar en ese viejo BMW destartalado, ¿qué va a pensar la gente?


Además, mi hija se casa dentro de sólo diez meses y aún no le hemos encontrado vestido, y ten en cuenta, Señor, lo caros que son esos vestidos. Y el banquete, ¡no hablemos del banquete!, tiene que ser la comida más cara de la ciudad, porque si no, ¿qué pensarán los invitados? Esto es importante, porque vamos a invitar a más de seiscientas personas, entre ellos al obispo, por supuesto, que se sentará a mi izquierda. Es muy importante mantener una reputación, e igual de importante que se nos relacione con los mayores representantes de tu padre en la Tierra.


No olvides, Señor, que gracias a nuestras influencias hemos conseguido que el ayuntamiento done a este lugar sagrado una enorme copa de oro macizo para beber tu sangre, y no has de preocuparte, porque el sacerdote ha prohibido ya la entrada a los mendigos y los drogadictos, así que la copa estará siempre a buen recaudo.


Por todo eso, Señor, por todos nuestros sacrificios y nuestra humildad, ¿no crees que merecemos ser felices?


La mujer se levantó del banco, se santiguó y arrastró su enorme abrigo de piel de leopardo a través del pasillo de la iglesia.

domingo, 13 de febrero de 2011

Tu odio

Al principio me odiabas, es evidente, y el odio que recorría tus arterias y venas envenenando cada una de tus células era el mismo odio que recorría las mías alimentándome y fortaleciéndome. Me dabas tanta importancia como para desear mi muerte y yo te daba a ti tanta como para obtener placer de ese odio, como un parásito que se nutre de tu vida hasta que no quedan de ti sino los huesos.

Siguió así durante años... pero nadie ignora que no hay nada eterno sino el dolor, que el placer es efímero y que lo que antes resultaba divertido deja de serlo de un día para otro, igual que entre la vida y la muerte hay una distancia menor que el filo de un cuchillo y la vida más querida nos puede ser arrebatada en un instante. Así se van los disfrutes, y de esta manera tu odio empezó a resultarme aburrido y tedioso.

Tú con tu odio y yo con tantas cosas en que pensar. Pasaste a un plano secundario, como un juguete que ya no hace gracia o una canción que ya no emociona. Te denegué la importancia artificial del principio y me dediqué a asuntos más urgentes, y entonces pasaste a estar en un plano inferior, muy inferior, más acorde con lo que eras en realidad.

Y me seguiste odiando y odiando y he oído que aún me odias, y yo, ya ves, querido enemigo, aunque te lo agradezco profundamente, te confieso que, atendiendo a cosas que me demandaban más atención que tú, encontré a otras personas a las que decidí arruinarles la vida de la manera más cruel. Ellos me corresponden generosamente con un odio infinito y yo, mientras tanto, me divierto, me divierto como un niño.