lunes, 27 de junio de 2011

Despertares

Le pasó como en aquella película, Despertares. Hasta entonces había estado caminando cabizbajo y sin pronunciar ni una palabra, arrastrando los pies y con la mirada perdida, como si no tuviera sangre en las venas. Y de repente se empezó a oír esa canción por todas partes, esa canción que nadie sabía de dónde venía pero que todo el mundo se detuvo a oír, mirando hacia arriba como si viniera del cielo, y las parejas cogidas del brazo se paraban al mismo tiempo y se quedaban escuchando. Y era muy curioso, porque, mientras el resto de la gente se detenía, él empezaba a sentir la sangre corriendo de verdad por sus venas, sus pupilas se dilataron y su corazón comenzó a latir mucho más rápido; levantó la mirada del suelo y cuando lo miré estaba sonriendo, y echó hacia atrás los hombros y se puso a caminar al ritmo de la música, y lo más extraño tratándose de él es que empezó a hablar y hablar y hablar y a entablar conversación con cualquiera con quien se cruzaba aunque no lo hubiera visto en su vida ni lo conociera de nada, y les decía qué día tan bueno hace, no le parece, e incluso les preguntaba por la familia o les decía qué perro tan bonito, cómo se llama, y se ponía a acariciar a Fluffy o a Pongo o a Linda y a jugar con él o con ella, y pronto se vio presa de una verborrea incontrolable y empezó a sentirse mal y a dolerle el corazón porque le latía demasiado rápido y se sentía demasiado alegre, y entonces le dio por pensar que prefería esos momentos suyos de tranquilidad en los que no era tan extrovertido y en los que no se sentía culpable o temeroso como ahora por estar alegre, porque pensaba que los momentos como aquél tenían un precio y que probablemente llegado el momento no podría o no estaría dispuesto a pagarlo...

martes, 21 de junio de 2011

Alfa Canis Maioris

Hablamos de las dos de la madrugada del primero de junio del año 1440. El capitán permanece de pie sobre el castillo de proa, oteando el horizonte del Oeste con su ojo derecho. Nada se ve, tan sólo el reflejo de la luna sobre el mar embravecido, difuminado por la niebla que ya los acompaña desde el decimonoveno día de su partida de no importa qué puerto europeo. La nave avanza a vela llena sobre olas de varios metros que tratan de devorarla, y en uno de los salvajes abordajes cae un hombre al agua sin que nadie pueda ayudarle. Las órdenes son mantener las velas largas pase lo que pase.

El capitán es el único que lleva el cuerpo en jarras. Cincuenta y tres años en el mar le han enseñado a bailar con él y a anticiparse a cualquiera de sus movimientos. Y le está agradecido, ha tenido que pagar un bajo precio: mientras gran parte de su tripulación carece de hasta dos extremidades completas y un ojo o una oreja, señal de las peligrosas rutas que recorren, él sólo ha perdido su ojo izquierdo. -¡Avante, a toda vela! -grita-, ¡aunque ese viejo borracho de Scott no se vea los pies con su catalejo de latón, yo os digo que hay tierra a la vista!

Lleva quince minutos gritando eso mismo, y su voz se alza sobre el rugido del mar al caer sobre la cubierta. Hasta ese momento, sólo dos marineros montaban guardia, pero cuando salió de su camarote como una flecha y dispuso apagar los faroles y ordenó al piloto desviarse quince grados a estribor, tanto los marineros que dormían en las hamacas de proa como los oficiales que se alojaban en los camarotes de popa salieron a cubierta como si se hubiera dispuesto zafarrancho de combate y se quedaron esperando órdenes. Esto confirmó la creencia común de que el capitán dormía apenas dos o tres horas al día y que el resto de la noche se la pasaba en su camarote revisando mapas, haciendo anotaciones en su cuaderno o mirando por las ventanas.

-¡Avante, avante! -grita, porque jura que ve claramente un faro muy luminoso no lejos de allí, una intensa luz que a su entender señala la costa de alguna isla que inexplicablemente no figura en los mapas ingleses pero que sin duda ya han descubierto los españoles o tal vez los portugueses. El viento golpea con furia las velas y el bauprés parece la lanza de un valiente caballero medieval que cabalga hacia su enemigo con decisión y sin titubear.

Y en un momento todo desaparece: la nave acelera rápidamente y comienza a dar vueltas alrededor del palo mayor, casi toda la tripulación cae al agua, las velas se rompen y el trinquete se quiebra cayendo a babor y rozando la cabeza del capitán, que se agarra a él con todas sus fuerzas, mientras el agua se traga poco a poco la embarcación, que comienza a desintegrarse. Entonces una ola gigantesca arranca el trinquete y arroja con él al capitán, y mientras Sirio parpadea en el cielo tan fuerte como el faro de una isla desconocida y lejana, barco y tripulación caen hacia ninguna parte por el borde occidental del mundo.

viernes, 17 de junio de 2011

La quién

Algunas noches aparecía de repente en mi sala de estar, descalza y vestida con una camisa de cuadros y con el pelo alborotado, con cara de no haber dormido bien o el tiempo suficiente. Arrastraba entonces los pies hasta el sillón que hay junto a la ventana y se dejaba caer sobre él como una piedra sobre un estanque, rompiendo el silencio y la tranquilidad en que mi apartamento solía estar los sábados por la mañana. Después, tras unos minutos, me pedía en voz baja un vaso de whisky de ése que siempre tenía sobre el aparador, sin importarle que en ese momento estuviese leyendo o trabajando y necesitase concentración. Parecía no preocuparse nunca por resultar una molestia o por no ser bien recibida en ese momento, o tal vez es que no se daba cuenta de ello. Por otra parte, tengo que admitir que quizá parte de la culpa fuera mía, porque nunca le dije claramente que necesitaba estar solo; al contrario, había en su voz una extraña fuerza que siempre me impulsaba a complacerla en todo cuanto me pidiera. De modo que, si me encontraba redactando un informe o haciendo cuentas, dejaba la máquina de escribir o el lápiz y me levantaba de inmediato para llenarle un vaso y alcanzárselo. Ella, para agradecérmelo, me miraba y me dedicaba una breve sonrisa. Entonces yo volvía a mi escritorio y continuaba con mi informe o reanudaba las cuentas donde las había dejado.

A cada sorbo parecía soltársele la lengua y encontrarse más animada y más despierta. Y cada vez que me encontraba en el punto más delicado de mi tarea, ella comenzaba un monólogo sobre los temas más dispares; a veces hablaba de la pobreza en África y otras veces sobre cantantes pop de los ochenta, o bien sobre literatura o poesía, gastronomía, botánica o cine. En una ocasión me contó que de pequeña estuvo tres años enteros encerrada en su habitación, sin comer ni beber, porque había discutido con su padre. Yo, claro, no la creí, ni creí nunca nada de cuanto me dijo, así que supongo que por eso conservé la cordura durante los cuatro años que duraron sus visitas. Lo peor de todo es que, mientras hablaba, movía la mano con tanta vehemencia que siempre derramaba la mitad del whisky sobre la alfombra, y, como no se podía lavar ni limpiar de ninguna forma, los restos de aquellos monólogos siguen decorando ahora la parte más bonita de mi sala de estar.

Nunca sabías cuándo iba a aparecer. No llamaba al timbre, ni siquiera era necesario abrirle la puerta. Algunas veces ibas a la cocina a por un vaso de leche y de repente la veías allí, en mitad de la sala de estar, de pie y a oscuras, totalmente inmóvil y en silencio. Entonces encendías una luz y ella te sonreía tímidamente, y luego se tiraba en el sillón junto a la ventana y su pelo de color de trigo caía por el lado izquierdo de éste hasta llegar al suelo, y tú te preguntabas cómo demonios ibas a decirle que se fuera o que no era buen momento porque querías adelantar trabajo. Ella no comprendía ese lenguaje ni hizo por comprender en ningún momento.

Un día, mientras trabajaba en un artículo que tenía que salir publicado en el periódico de la mañana, ella se acercó a mi escritorio, me quitó las gafas y me besó en el cuello. Entonces se las quité de las manos y le dije vete, tengo que terminar esto para dentro de unas horas. Vete de aquí, no me molestes, tengo mucho trabajo y no tengo tiempo para escuchar tus historias. Si no termino este artículo a tiempo, probablemente seré despedido, y este apartamento no se paga solo. Y entonces miré alrededor y ella se había ido, y yo recorrí toda la casa buscándola. Miré en la habitación, en el baño, en la terraza, en la cocina, debajo de las mesas... pero se había largado y entendí que se trataba de algo definitivo. Y traté de buscar un cabello suyo que se hubiera caído al suelo para probar que realmente había estado allí, pero no encontré ninguno, y examiné las manchas de la alfombra pero no pude demostrarme que no las hubiese hecho yo mismo alguna noche, y traté de encontrar su olor en el aire pero no recordaba cómo olía. Y entonces me pregunté qué clase de mujer se presenta en tu casa sin llamar a la puerta y desaparece sin hacer ningún ruido ni dejar huella de ninguna clase, y advertí en ese momento que ni siquiera sabía su nombre y que jamás había tratado de saberlo.

jueves, 16 de junio de 2011

El descubrimiento

Nos dirigimos a popa con las linternas casi apagadas y en medio de una espesa niebla, de manera que los marineros de guardia no habrían podido vernos a menos que hubiesen pasado por nuestro lado, y, puesto que habíamos planeado meticulosamente nuestra investigación, no ocurrió en la cubierta principal nada que nos pusiera en peligro en ningún momento.

Herr Blutmond caminaba a mi lado, ambos cuidándonos de que los faroles de dotación no nos delataran y advirtiéndonos mutuamente cuando debíamos agacharnos o escondernos. En un momento en que nos encontrábamos de cuclillas y quise observar mejor unas extrañas marcas regulares en la cubierta, grabadas muy probablemente a cuchillo, acerqué la linterna a su rostro y la luz anaranjada me mostró por un instante la enorme cicatriz que le dividía la cara desde la sien izquierda hasta el labio superior, y, lo que de día me parecía una cara amable, esa noche, visto desde aquella luz, se me antojó el rostro de un animal salvaje y siniestro.

Llegamos por fin a las escaleras que dan al alcázar y avanzamos hasta el palo de mesana, tras el cual se encontraban los camarotes del capitán y los oficiales, que permanecían tumbados en el suelo en la misma posición en la que habían sido encontrados la noche anterior porque ninguno de los marineros se había atrevido a tocarlos por temor a que aquellas muertes obedecieran a alguna clase de enfermedad contagiosa, como así resultó ser, según averiguamos más adelante.

Abrimos la escotilla y bajó él en primer lugar. Yo le seguí inmediatamente y, mientras bajábamos los escalones y en el momento de cerrar de nuevo la escotilla, sentí con tanta claridad su miedo como los latidos de mi propio corazón. Entonces, muy lentamente, fue aumentando la intensidad de su linterna hasta que la luz se empezó a reflejar en las cuatro paredes. Fue en ese momento cuando los temores que nos habían llevado a organizar nuestra pequeña expedición se vieron confirmados de la manera más terrible...

martes, 14 de junio de 2011

La máscara

Él había estado allí, les había dicho lo siento, fue una gran persona, es una pérdida muy triste. Había dado la mano a unos cuantos y saludado a su familia. Mantuvo un semblante serio toda la noche y por la mañana fue de los últimos en irse. Qué bien había quedado con la familia pero cuánto tiempo llevaba deseando en secreto aquella muerte.

domingo, 12 de junio de 2011

Qué pesadilla

Qué pesadilla,
me soñé hablando contigo como hace años,
ahora que el infierno frecuentas
y que la vida de los hombres has puesto en tu contra.
Qué pesadilla,
observa los colmillos de tus torpezas,
afilados como enormes lanzas de hielo,
y las alas de los buitres que descienden
ahora que por fin has muerto.

F.

viernes, 10 de junio de 2011

Poema de Leopoldo María Panero

A mi madre (reivindicación de una hermosura)

Escucha en las noches cómo se rasga la seda
y cae sin ruido la taza de té al suelo
como una magia
tú que sólo palabras dulces tienes para los muertos
y un manojo de flores llevas en la mano
para esperar a la Muerte
que cae de su corcel, herida
por un caballero que la apresa con sus labios brillantes
y llora por las noches pensando que le amabas,
y dice sal al jardín y contempla cómo caen las estrellas
y hablemos quedamente para que nadie nos escuche
ven, escúchame hablemos de nuestros muebles
tengo una rosa tatuada en la mejilla y un bastón con
empuñadura en forma de pato
y dicen que llueve por nosotros y que la nieve es nuestra
y ahora que el poema expira
te digo como un niño, ven
he construido una diadema
(sal al jardín y verás cómo la noche nos envuelve)

"Poemas del manicomio de Mondragón" 1987