jueves, 22 de diciembre de 2011

Vapor y óxido

Justo antes de expulsar una densa nube de humo negro como el carbón, la gran tubería que ocupaba la esquina norte del almacén desde el suelo hasta el techo silbó ruidosamente, y, aunque Carlos estaba más que acostumbrado a aquel sonido, no pudo evitar despertarse.

Abrió el ojo izquierdo y le molestó el parpadeo del tubo fluorescente que había encima de él. Por otra parte, la colchoneta que habían colocado sobre la mesa de metal aún estaba sucia y olía mal, y era tan fina e incómoda que no sintió ningún deseo de seguir acostado, así que bajó de un salto y arrastró los pies hasta la esquina en la que hacía sus necesidades.

Teniendo en cuenta la amplitud de la nave, a cualquier extraño le habría llamado la atención que sólo hubiese dos zonas iluminadas: la mesa en la que dormía Carlos y la esquina norte donde se encontraba la gran tubería. Todo lo demás permanecía siempre en las tinieblas. Y puesto que, durante sus ocho años de vida, Carlos sólo había conocido aquella luz y aquellas tinieblas, todo lo que le resultaba familiar se encontraba bajo los fluorescentes y todo lo que temía se ocultaba en las sombras. Por eso tenía más miedos que momentos de calma.

En estas sombras, cerca de él, había un constante goteo de agua que caía desde el techo. Había empezado hacía dos noches y no olvidaba el extraño ruido que había oído justo después de la primera gota. El ruido de un mecanismo, una máquina, algo que se desplazaba entre las cajas de madera. Le recordaba al del pequeño coche teledirigido que le habían regalado en su último cumpleaños, sólo que mucho más fuerte. Y desde luego, fuera lo que fuera, se movía mucho más rápido.

Había pasado toda la noche en vela, temblando de pies a cabeza, mientras aquella máquina, aquel robot o lo que fuera, se movía a sus anchas por aquel mundo que él consideraba prohibido y peligroso. Le daba miedo oírlo sin verlo, pero le daba más miedo aún pensar que en cualquier momento podría salir a la luz. Sólo cuando, poco antes de amanecer, la nave quedó en silencio excepto por la gotera, Carlos, vencido por el sueño y las emociones, se fue tranquilizando lentamente y se avergonzó de sí mismo por haber mojado la colchoneta.

Ahora oyó un ruido muy diferente: el motor del ascensor.

¿Ya habían pasado tres días?

Abrió la puerta del trastero y se metió dentro. A los pocos segundos salió alguien del ascensor. Como cada vez, trató de ver a través de la rejilla, pero, aparte de unas botas negras y una mano que ponía un plato de hierro y una jarra de agua en el suelo, no vio nada más. El hombre (porque sabía a ciencia cierta que era un hombre), se acercó a la puerta y tocó con los nudillos. Mientras se alejaba, Carlos contó mentalmente hasta veinte y esperó a oír de nuevo el motor del ascensor antes de salir del cuarto.

¡No lo podía creer! ¡Hoy le habían traído comida! Y, definitivamente, no habían pasado aún los tres días. Quizá dos, como mucho. Pero ¿qué podía saber él, si nunca había visto la luz del Sol? Y, sin embargo, entre toda aquella alegría había algo... Había preguntas. Preguntas que cada vez más a menudo se hacían un hueco entre sus pensamientos y lo inquietaban. Preguntas como qué apariencia tenía el hombre que le llevaba comida dos o tres veces por semana. O qué era el ruido que había oído la noche anterior entre las cajas. O por qué las tuberías hacían tanto ruido. O qué había al otro lado de las enormes paredes de aquella nave y si le estaba vedado saberlo, y, si era así, ¿era por su propio bien?...

David contra Goliat

Marisol García y Manuel Galiana

Quiero dar a conocer este libro.

En 1998, Marisol García es víctima de un erróneo tratamiento por parte de un fisioterapeuta del Real Madrid. Esto causa a Marisol una incapacidad permanente absoluta para todo tipo de trabajo, una minusvalía del 77% y el inicio de una larga andadura procesal en la que toda la maquinaria jurídica del Real Madrid intenta defender lo indefendible: un fisioterapeuta que no está colegiado en 1998, olvidos y negaciones ocurridos en el proceso de hechos que anteriormente ya han sido probados, apariciones de testigos que cometen perjurio, recusaciones extrañas de jueces honestos que deciden no favorecer al Real Madrid... y cuando Marisol resuelve, después de nueve años, sacar su historia a la luz, recibe una querella criminal por parte del propio fisioterapeuta.

Sin embargo, entre tantas injusticias, por encima de toda la maldad, prevalece el espíritu inquebrantable de una mujer que no pierde ni su sonrisa, ni las ganas de luchar, a pesar de verse arruinada, incapacitada y olvidada... pero nunca por sus amigos, como lo demuestra en el libro las dedicatorias de apoyo de Mª Dolores Pradera, de Tamara Rojo, de Irene Villa... así como la portada, diseñada especialmente por Gallego y Rey.

Tal y como asegura Antonio D. Olano en el prólogo, «la historia, enredada como un argumento policíaco de los grandes maestros de género, se va exponiendo, literaria y documentalmente, a medida que nos adentramos en estas páginas redactadas por Manuel Galiana, al que ella se lo relató».

Esta obra puede ser un perfecto regalo navideño para aquellos que disfruten con la lectura de un buen libro que cumple, además, una función de denuncia y un intento de hacer a las personas más precavidas ante sucesos como este.

Pueden adquirir este libro en la Casa del Libro y en FNAC. Si quisieran más información, pueden contactar con los autores en el e-mail: marisoldavidcontragoliat@gmail.com.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Diciembre (días raros)

Días extraños, cuadriculados, milimétricos. Cada persona en su lugar en cada momento. Cada cosa en su sitio exacto. El plan se sigue cuidadosamente.

Diciembre, el mes de los adornos horrendos, de los cantantes fracasados y sus versiones repugnantes de villancicos aún más repugnantes.

Diciembre, el mes en que todo el mundo se quiere, el nazi abraza al judío y el judío al árabe. Buenos sentimientos, buenos deseos, ojalá el próximo año te trate bien, yo siempre te he querido, siempre rezo por ti y por tus muertos. Y un eterno etcétera.

Felicidades. Por qué. Y yo qué sé, felicidades porque es diciembre, porque hace viento, porque han dicho en la tele que en realidad la gente no es tan hija de puta. Porque en algunos países la familia entera se reúne para hacer un gigantesco muñeco de nieve con sombrero de copa, y un tipo se cuela por tu chimenea en plena noche.

La mañana de Navidad la policía cuenta los muertos.

Días raros. Las calles contaminadas de carteles que pretenden dar sensación de normalidad. Ven y haz tus compras en tal sitio. Y una foto con algunas personas cargadas con mil bolsas y una sonrisa de oreja a oreja. Ridículo.

Tienen la delicadeza de omitir, eso sí, al niño pijo del chándal o del Lacoste con su navaja resplandeciente y sin la habilidad suficiente como para ponerse bien la puta gorra. «Observa las figuritas humanas con verdadera complacencia.» No recuerdo quién lo dijo.

Sobre las calles se colocan adornos. Sobre las aceras sólo hay mierda de perro. Y una mujer gorda como un tonel, con un pañuelo en la cabeza, se te acerca con la mano extendida y te dice Por amor de Dios, una moneda para comer, tengo tantos hijos como meses tiene un año. Y todos están enfermos o locos.

Pero qué bonitas son las ciudades llenas de luces. Son las más oscuras. Lo sórdido es más sórdido cuando se pretende embellecer. Y a su modo es hermoso, desde luego, como lo son todas las cosas sórdidas, sólo que de una forma diferente.


Son días, en fin, de viento. Días extraños, con el aire transportando el olor de la gente y el murmullo de lo absurdo.

lunes, 12 de diciembre de 2011

El desencanto

Rick se encogió de hombros y dirigió la vista al horizonte. Permaneció en silencio, con la mirada perdida, más de medio minuto, como haciéndose el loco, como esperando que la pregunta se fuera. Pero la pregunta seguía ahí, aguardando pacientemente. Seguía en los labios de Johanna. En el cenicero humeante sobre la mesa de cristal. En las dos botellas de cerveza vacías. En los pies de Rick sobre la alfombra manchada de vino. Y, por mucho que quisiera negarlo, haciendo eco en sus oídos.

Qué es el desencanto.

Era una buena pregunta, desde luego, o eso le parecía. Tal vez no lo hubiese sido viniendo de cualquier mocoso de pajarita con aires de intelectual, o de cualquier periodista con aspiraciones literarias o poéticas, pero sí lo era viniendo de Johanna. Había algo en ella, todo el mundo lo decía. Algo que, entre otras cosas, te daba la certeza de que aquella pregunta le había salido de lo más profundo, y que, por tanto, igual de profundo era su significado. No había preguntado qué era estar decepcionado, ni triste, ni irritable, ni qué significaba para él levantarse un día sin ideas en la cabeza, sin nada que llevar al papel, sin fuerzas para golpear las teclas de la máquina de escribir. No, aquello no era desencanto, no se le podía llamar así. Aquello podía ser hastío, cansancio, aburrimiento... pero no desencanto.

Dio una calada. Johanna soltó un suspiro de impaciencia y apagó su colilla en el cenicero. Le habían hablado de Rick. De Rick y de sus silencios. Silencios largos, largos como desiertos, que muchas veces no llegaban a ninguna parte. Si Rick callaba no era necesariamente porque buscase una respuesta a tu pregunta. A veces Rick callaba porque le aburrías o porque deseaba que le dejaras en paz. O las dos cosas. Pero no te lo decía, tenías que ser lo bastante sutil para entenderlo. Se callaba, dejaba la mirada perdida y tú cogías tus cosas y te ibas. Y lo dejabas en paz.

Así era Rick.

Johanna cerró su cuaderno y metió el bolígrafo entre las anillas, se levantó y se colgó el bolso al hombro. El desencanto, dijo para sí. Qué estúpida. Cerró la puerta del apartamento y bajó corriendo por las escaleras, sintiéndose ridícula, preguntándose cómo demonios iba a rellenar tres columnas a letra pequeña con un silencio.

La calle estaba desierta. La luz de las farolas se reflejaba en la acera, pero había dejado de llover. Era una noche agradable, sin viento. Aun así, se abrochó el abrigo y se dirigió a paso rápido hacia la boca de metro. Pasó por delante de un furgón al que le había saltado la alarma y esquivó al hombre que salía corriendo de la panadería de la esquina. Cruzó la calle y bajó los escalones en los que había sentada una anciana con la mano extendida.

En el parabrisas del furgón cayó la primera gota de sangre. Después esta gota se convirtió en un pequeño reguero y comenzó a descender a través del cristal. Johanna entró en el vestíbulo de la estación y subió el volumen de la música. Por eso no supo que había empezado a llover de nuevo. Ni que la lluvia se teñía de rojo sobre el techo de un furgón a pocos metros de allí. Ni que al lado de ese furgón había un hombre con las manos cubiertas de harina gritando por el móvil que enviaran una ambulancia. Johanna no supo nada de eso, ni supo hasta el día siguiente lo que había pasado por la cabeza de Rick durante su silencio, mientras miraba el horizonte y pensaba en aquella pregunta. No, el desencanto no era tristeza, ni depresión, ni ansiedad. No era frustración, ni melancolía, ni irritabilidad, ni cansancio, ni hastío ni aburrimiento. No. El desencanto no era ni siquiera un sentimiento humano.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Ojalá me quieras libre

Por mucho que siempre diga de este país sórdido, oscuro y de derechas, hay dos cosas que afortunadamente no han muerto: la poesía y la buena música. Algo por lo que brindar cien veces.

Qué bien te sienta la tarde
con lo que ha llegado hoy a nuestro jardín de mármol,
de líquenes buscando limoneros con aullidos milenarios,
han venido picarazas
a peinar con su canción el cabello sonrojado
y mustio del crepúsculo caído donde mora el desencanto,
todas las horas jadean
si el ocaso no se está en tus ojos desangrando
y los párpados bostezan y enmudecen como mirlos desolados.

Sola queda la cañada
y embriagados los infiernos de mi olor,
y será fiero el futuro que castigue,
que descubra en ceniceros lo que no te dije.

Voy a desligar las tibias de este diábolo sombrío
que hay veces que no se acuerda
de que sigo siendo un niño,
y sé que no habrá sedales cuando te hiera mi ausencia,
ojalá me quieras libre, ojalá me quieras...

Acuérdate del tragasables que tus lunas derritió
con su forja miserable,
apiádate de los zarzales que tan huérfanos dejó
junto a humeantes panales.

Voy a desligar las tibias de este diábolo sombrío
que hay veces que no se acuerda
de que sigo siendo un niño,
y sé que no habrá sedales cuando te hiera mi ausencia,
ojalá me quieras libre, ojalá me quieras,
yo te querré deshecho, te querré en la roca viva,
te querré en todos los versos
que no quieran tus pupilas,
yo te querré en la acequia, te querré en la cumbre fría,
te querré cuando el fantasma de tu voz venga a por mí.

Marea - Ojalá me quieras libre

viernes, 9 de diciembre de 2011

Carroñeros

Ya no quedaba nadie a mi alrededor cuando me senté al borde de la cama y, mirando a través de la ventana que daba al monte cubierto de nieve, di un suspiro, no recuerdo si de cansancio o de alivio, y me levanté. Hacía, eso sí lo recuerdo, un frío de mil demonios. Me dirigí, como es natural, a la cocina, sin esperar encontrar a nadie allí. La mesa, debo decirlo, era de segunda mano, muy antigua, y la pintura se había saltado en su mayoría. La tela de las sillas estaba rota y, si en su momento era de color blanco, ahora no se distinguía en ellas color más claro que el beige. Pero era mi hogar, al fin y al cabo, y supongo que me sentía bien en él.

Ellos estaban allí. Mis amigos. Armand, Clément, Luka y Maël. Habían ocupado las sillas en torno a la mesa y conversaban animadamente. Les dije: Hola, me alegra que sigan aquí, pensé que se habían ido, yo ya me siento mejor y creo que voy a comer algo. Ellos no me miraron ni dejaron de conversar un solo momento. Habían dispuesto sobre la mesa algunas cervezas y mi última botella de licor, y se servían a cada instante, de modo que en aquel momento estaba a punto de acabarse. Siempre he sido hospitalario con mis invitados, pero aquello me parecía un abuso, y les grité: ¡Eh!, me parece muy grosero por su parte acabar con mis reservas de alcohol, señores. Al menos dejen que me sirva yo también, porque en este momento necesito beber, y bien saben ustedes que no es un lujo que me pueda permitir todos los días. Así, hoy brindaré por ustedes y nos emborracharemos juntos, ¿les parece a ustedes bien? Armand, amigo mío, pásame la botella.

Pero nadie se movió. Entonces oí mi nombre. Recuerdo perfectamente que fue Maël quien lo pronunció. Maël, con su pelo grasiento pegado a la cara, sus manos sucias y su sonrisa amarillenta. Mordisqueaba un trozo de queso reseco. Dijo que, sin la menor duda, lo mejor de mí era mi despensa, y que ésta sólo contenía pan duro y licor rancio, así que siempre obligaba a mis visitas a traer algo de comida y alcohol si querían ser recibidas. Esto, por supuesto, era falso de todo punto, pero provocó algunas risotadas y una sincera expresión de asombro en la cara de Clément. Durante unos segundos no supe qué decir, pero entonces me envalentoné y, acercándome a grandes pasos a la silla en la que se sentaba Maël, le recordé vivamente que en mi casa siempre había sido bien recibido y que, aunque era cierto que yo nunca había sido una persona de recursos y que tenía la mala costumbre de gastar mis pocas monedas en alcohol, jamás me había rebajado a pedirle comida ni bebida a cambio de abrirle la puerta de mi casa.

Armand dijo entonces que yo era un alcohólico y que, si no había que respetarme, sí había que sentir al menos un poco de lástima por mí; especialmente, continuó, ellos cuatro, que habían sabido conducir su vida por caminos más rectos y no habían sufrido tanto como yo, que sin duda no había sido feliz más que a través del cristal de una botella. Me sentí tan insultado que grité: ¡Basta! ¡Basta! ¡Fuera de mi casa!, y golpeé la mesa de tal forma que las botellas cayeron rodando al suelo y se rompieron en mil pedazos. Todos se miraron asustados y salieron enseguida de mi apartamento. Me quedé en silencio. Lamentando haber perdido mi botella de licor, me dirigí al armario donde guardaba la escoba, pero me sentía cansado y en el último momento decidí ir a acostarme.

Había una persona entre mis sábanas. No la reconocí en un primer momento, ni tampoco la reconocí después, cuando me acerqué algunos pasos e incluso me coloqué al lado mismo de la cama. O tal vez lo que ocurrió fue que no quise hacerlo, pero después de varios minutos entendí que no podía negarlo. Volví a sentarme al borde de la cama y volví a mirar el monte cubierto de nieve. Volví a suspirar y permanecí en aquella posición cerca de media hora. Entonces me cubrí la cara con las manos y la realidad me golpeó como un mazo. Aquel rostro sobre mi almohada, amarillento y desfigurado por el dolor, se había clavado en mis retinas, y con los ojos cerrados volvía a mí como un viejo recuerdo, como algo que en realidad podría no haber ocurrido jamás.

Pero había ocurrido. Comprendí que aquella tarde había muerto, y que no tenía ningún derecho a negar una evidencia como ésa.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Citas: Crimen y castigo

-Yo lo siento de veras, ¿creen que no lo siento? Cuanto más bebo, más sufro. Por eso, para sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida. Yo bebo para sufrir más profundamente.

-Marmeladov

De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikov.
-¿Qué hace usted? -balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
-No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano -dijo en un tono extraño.

-Diálogo entre Raskolnikov y Sonia

Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
-No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.
Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se detuvo. Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikov. Seguía temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.

-Lectura de Sonia