jueves, 21 de junio de 2012

¿terrible?

En la oficina no se habla de otra cosa: «¿Te enteraste?, por lo visto sobrevivió». Al rato caigo. Un vecino de la zona. De alguna manera acabó con un hacha enterrada en el cráneo. Como en esa novela de Dostoievski. Me imagino la escena: alguien, probablemente su mujer, aguantando el hacha por el mango para evitar que se mueva y cause males mayores. Él, como salido de una película de serie B, cómico pero de un modo grotesco, en estado de choque, como le gusta decir a la prensa sensacionalista, sin saber bien lo que está pasando. Pero vivo.

«Le entraron a robar y el tío les plantó cara y mira», dicen. Una banda de rumanos, según declara la policía. De momento no hay detenciones. Me lo imagino en el hospital, tomando consciencia poco a poco, como en Johnny cogió su fusil. «Tengo un hacha en la cabeza. Un hacha. Me atraviesa el cerebro de lado a lado.» Lo normal es imaginárselo en coma, al borde de la muerte. Pero una parte morbosa de mi cerebro elige una imagen más atroz, más cruel. Un hombre está en un hospital con un hacha enterrada en la cabeza. Consciente.

Solía interesarme por el funcionamiento del cerebro. Recuerdo algunas cosas. La división de Brodmann; el área de Broca, motor del habla; la de Wernicke, función auditiva; el giro angular... Me pregunto qué áreas del cerebro del tipo se habrán visto afectadas. Si volverá a caminar o a mover los brazos o a hablar o a ver una película. Desde luego, ya no será la misma persona. Cada pequeña alteración en el cerebro te convierte en otro individuo distinto. Tal vez no muy diferente, pero sí distinto.

El periódico local de ayer dice: «Muere un hombre de 36 años al ser atacado con un hacha». Recuerdo que alguien dijo: «Qué horrible, tan joven». Es curioso. Me pregunto si soy la única persona del planeta que piensa que lo realmente terrible es sobrevivir a una cosa así.

domingo, 3 de junio de 2012

un momento para cada cosa

El viernes recordé algo.

Una vez, en el colegio, un chico se acercó a donde yo estaba sentado y me preguntó: «¿Tú no tienes amigos?». Años después he desterrado prácticamente todos los recuerdos de mi infancia (no hay en ella nada digno de recordar y casi nadie a quien echar de menos), pero estoy seguro de que nunca he sido demasiado sociable. Soy un tipo muy callado, hablo menos de lo que escribo y apenas escribo últimamente. De niño pasaba mucho tiempo solo, no por imposición sino porque me gustaba. Alguna vez jugaba con alguien, tirábamos unas canastas o simplemente hablábamos de cualquier tontería, pero siempre he intentado tener un rato para alejarme de la gente. Tal vez por eso me gusten tanto los gatos callejeros.

Ahora, ya un poco más viejo, con más amigos y con pareja, me he vuelto un poco más "familiar" y menos "arisco", pero sigo disfrutando muchas veces de comer solo o beber solo. Me gusta visitar una cervecería cercana, sentarme en la última mesa y tomarme unas jarras leyendo un libro mediocre o preparando el curso de Android, y sigo poniéndome nervioso cuando hay mucha gente alrededor, cuando oigo niños llorando o cada vez que voy al supermercado.

«¿Tú no tienes amigos?» Sonreí al recordarlo, contento de que el tiempo y la mala memoria hubieran enterrado la mayor parte de mi vida. Pasó un camarero y me lo imaginé haciéndome la misma pregunta, pero se limitó a saludarme: «¿Qué tal, hombre, cómo te va?». Le hice un gesto con la mano y seguí leyendo sin pensar en nada más.