Justo antes de expulsar una densa nube de humo negro como el carbón, la gran tubería que ocupaba la esquina norte del almacén desde el suelo hasta el techo silbó ruidosamente, y, aunque Carlos estaba más que acostumbrado a aquel sonido, no pudo evitar despertarse.
Abrió el ojo izquierdo y le molestó el parpadeo del tubo fluorescente que había encima de él. Por otra parte, la colchoneta que habían colocado sobre la mesa de metal aún estaba sucia y olía mal, y era tan fina e incómoda que no sintió ningún deseo de seguir acostado, así que bajó de un salto y arrastró los pies hasta la esquina en la que hacía sus necesidades.
Teniendo en cuenta la amplitud de la nave, a cualquier extraño le habría llamado la atención que sólo hubiese dos zonas iluminadas: la mesa en la que dormía Carlos y la esquina norte donde se encontraba la gran tubería. Todo lo demás permanecía siempre en las tinieblas. Y puesto que, durante sus ocho años de vida, Carlos sólo había conocido aquella luz y aquellas tinieblas, todo lo que le resultaba familiar se encontraba bajo los fluorescentes y todo lo que temía se ocultaba en las sombras. Por eso tenía más miedos que momentos de calma.
En estas sombras, cerca de él, había un constante goteo de agua que caía desde el techo. Había empezado hacía dos noches y no olvidaba el extraño ruido que había oído justo después de la primera gota. El ruido de un mecanismo, una máquina, algo que se desplazaba entre las cajas de madera. Le recordaba al del pequeño coche teledirigido que le habían regalado en su último cumpleaños, sólo que mucho más fuerte. Y desde luego, fuera lo que fuera, se movía mucho más rápido.
Había pasado toda la noche en vela, temblando de pies a cabeza, mientras aquella máquina, aquel robot o lo que fuera, se movía a sus anchas por aquel mundo que él consideraba prohibido y peligroso. Le daba miedo oírlo sin verlo, pero le daba más miedo aún pensar que en cualquier momento podría salir a la luz. Sólo cuando, poco antes de amanecer, la nave quedó en silencio excepto por la gotera, Carlos, vencido por el sueño y las emociones, se fue tranquilizando lentamente y se avergonzó de sí mismo por haber mojado la colchoneta.
Ahora oyó un ruido muy diferente: el motor del ascensor.
¿Ya habían pasado tres días?
Abrió la puerta del trastero y se metió dentro. A los pocos segundos salió alguien del ascensor. Como cada vez, trató de ver a través de la rejilla, pero, aparte de unas botas negras y una mano que ponía un plato de hierro y una jarra de agua en el suelo, no vio nada más. El hombre (porque sabía a ciencia cierta que era un hombre), se acercó a la puerta y tocó con los nudillos. Mientras se alejaba, Carlos contó mentalmente hasta veinte y esperó a oír de nuevo el motor del ascensor antes de salir del cuarto.
¡No lo podía creer! ¡Hoy le habían traído comida! Y, definitivamente, no habían pasado aún los tres días. Quizá dos, como mucho. Pero ¿qué podía saber él, si nunca había visto la luz del Sol? Y, sin embargo, entre toda aquella alegría había algo... Había preguntas. Preguntas que cada vez más a menudo se hacían un hueco entre sus pensamientos y lo inquietaban. Preguntas como qué apariencia tenía el hombre que le llevaba comida dos o tres veces por semana. O qué era el ruido que había oído la noche anterior entre las cajas. O por qué las tuberías hacían tanto ruido. O qué había al otro lado de las enormes paredes de aquella nave y si le estaba vedado saberlo, y, si era así, ¿era por su propio bien?...