Tiendo a preocuparme demasiado por todo, lo admito, y siempre me pongo en el caso peor, pero a veces mi defecto no es tal defecto sino una virtud muy de agradecer.
Respondiendo a su primera pregunta, sí, estuve en el entierro del pequeño Raúl, el tercero de los niños que habían muerto aquí en el pueblo por causa desconocida en menos de seis meses. Sus padres son amigos míos, y él y mi hijo iban juntos al colegio, y los domingos se veían en catequesis de nueve a diez, en la parroquia que hay a diez minutos de mi casa. Fue un funeral muy triste, sobre todo porque el camino hasta el cementerio estaba alfombrado de hojas amarillas y tuvimos que soportar una lluvia muy fina pero muy fría que cronificó el asma de mi esposa y desde entonces la obliga a guardar cama durante varios días. Tuvimos que ir caminando porque la carretera estaba resbaladiza y el coche, ya se sabe, no puede maniobrar bien por esa carretera tan estrecha, además del peligro que supone que no haya una barrera en el lado del precipicio, a pesar de lo mucho que se ha insistido en este asunto a lo largo de los años.
En fin, el propio párroco, el señor Esteban, fue el primero y el último en decir unas palabras de despedida. Creo que fue el único día que no mencionó el robo que había sufrido en la sacristía pocas semanas antes y cómo había quedado la cerradura inservible y cuánto costaba la reparación y que, por la poca solidaridad de los vecinos, se había visto en la obligación de trasladar los objetos de más valor a un lugar seguro, con todas las molestias que aquello ocasionaba. Y menos mal que no habló de ello, porque los padres del niño estaban destrozados, imagínese, y mi hijo pequeño, Carlos, también, por haber perdido a uno de sus mejores amigos. Después del entierro nos quedamos un rato más para acompañarles, pero no supimos qué decir y yo no quería estar allí ni obligar a mi esposa y mi hijo a soportar una situación tan incómoda, así que nos retiramos pronto.
Durante unos meses, al dolor por la pérdida del niño se unió la lucha mediática por conseguir exclusivas y difundir noticias sensacionalistas en papel, radio, televisión e Internet, pero al margen de la estupidez periodística, tan extendida en nuestro tiempo, no hubo nada que alterase el ritmo natural del pueblo. Todos intentamos retomar la rutina lo más rápido posible, incluso los padres de Raúl, que sacaron fuerzas de donde no las había y, como recordarán ustedes, después de terminada su jornada de trabajo se pasaban horas en comisaría rogando a quien les quisiera escuchar que retomasen la investigación que se había cerrado después de la declaración del forense, porque no creían ni por un momento que el niño, que era completamente sano, sencillamente hubiera dejado de respirar sin más. Por lo que sé, nadie les hizo demasiado caso.
Mi hijo Carlos parecía recuperarse con normalidad, sus notas en el colegio eran muy buenas, tenía buena relación con la mayoría de sus compañeros, no causaba problemas, e incluso el párroco le había nombrado su monaguillo, lo que había significado una gran alegría para él. Durante días no tenía otro tema de conversación en los labios ni otro pensamiento en la cabeza, estaba eufórico. Sin embargo, hace algunas semanas lo empezamos a notar extraño: triste, callado, apagado... Se cumplía el tercer aniversario desde lo de Raúl y pensamos que podría estar relacionado, y con esta conclusión se dio mi esposa por satisfecha, pero yo empecé a sospechar que pasaba algo raro.
Un domingo, pocas semanas después, mi esposa me alertó de que eran ya las diez y media y Carlos no había vuelto a casa. Puesto que ella se encontraba en cama por culpa del asma, pedí a mi hijo mayor que la atendiera y salí a buscar a Carlos, porque, por mi mencionada tendencia a preocuparme en exceso, aún no lo dejábamos quedar con amigos sin avisarnos previamente y darnos los números de teléfono de los padres de todos los chicos que fueran a quedar, cosa que no había hecho, así que enseguida temí que pudiera haber pasado algo malo. Me dirigí corriendo a la parroquia, entré, me santigüé y llegué hasta la puerta de la sacristía, tras la que, justo antes de golpearla con los nudillos, oí una voz que decía algo así: "¿A quién se lo vas a contar, maldito piojoso? ¡Ven aquí!". Puesto que la cerradura de la sacristía estaba, como dije, rota desde el día del robo, abrí la puerta sin llamar y me encontré al párroco tapando con su enorme mano la boca y la nariz de mi hijo Carlos, mientras su otra mano se deslizaba bajo su pantalón. Al verme, lo soltó y se dirigió a mí con aire amenazador, diciendo que yo no podía estar allí y exigiéndome que me fuese enseguida.
Dígame, ¿no habría hecho usted lo que hice yo entonces? Es decir, ¿no le habría dado un puñetazo con todas sus fuerzas en pleno tabique nasal? Y sin embargo, ¡qué horror lo que ocurrió después! Más bien, lo que hice después, aunque me resulta tan vergonzoso que odio admitirlo y prefiero achacarlo a la tensión del momento y a la enajenación. Me refiero, como ya sabe, al momento en que lo cogí de ambas manos, estando él atontado, y lo arrastré por todo el pasillo central de la iglesia hacia la calle, donde lo levanté como se levanta a un amigo que ha bebido algunas copas de más y necesita ayuda para volver a casa. Así mismo nos vieron los que iban pasando por allí y se acercaban para preguntar, y a todos les decía yo lo mismo: que él era el asesino del pequeño Raúl y que había intentado hacer lo mismo con mi hijo Carlos, y que, puesto que ustedes, la policía, no iban a hacer nada igual que no hicieron nada en los tres casos anteriores, nuestro deber era tomarnos la justicia por nuestra mano.
Entonces, entre otras dos personas y yo, hicimos lo que ya saben: lo atamos de brazos y piernas y, como hacen en algunos países, cogimos cada uno una gran piedra y empezamos a romperle, uno a uno, todos los huesos del cuerpo. Empezamos por los brazos y las manos, seguimos por las piernas y los pies y continuamos por la cadera y las costillas. Era absurdo, porque a los pocos minutos el hombre ya había muerto de dolor, pero todos pensábamos que simplemente se había desmayado. Mientras tanto, algunos gritaban cosas como: "¡Ahora no hay Dios que te salve!" o "¡Púdrete en el infierno!". Cuando nos dimos cuenta de que ya no respiraba ni su corazón latía, uno de mis compañeros gritó: "¡Se ha hecho justicia!" y el pueblo estalló en vítores y en gritos que parecían más propios de bárbaros que de las personas piadosas que siempre hemos creído ser...
Cargamos con el cuerpo hasta lo alto del camino del cementerio y lo arrojamos al vacío, perdiéndolo de vista cuando atravesó el mar de nubes y pensando después que, a fin de cuentas, habíamos hecho lo correcto y nos habíamos librado de un grave problema. Y ustedes, mientras tanto, no hicieron nada para impedirlo, de modo que este interrogatorio es, por cierto, una farsa y completamente estéril. Pero respondiendo ahora a su segunda pregunta, señor, sí que hay algo de lo que me arrepiento, algo con lo que sueño cada noche después de aquel día: la mirada de mi hijo desde la puerta de la parroquia mientras yo cargaba con el cuerpo del señor Esteban, al que acababa de asesinar, en dirección al barranco que habría de ser su tumba para siempre.
Me flipa cómo controlas el monólogo.
ResponderEliminar¡Saludos!
¿Te he dicho alguna vez que me encanta cómo desgranas las historias? Besito!!
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