Su madre está en casa, dicen que hace vida normal. Regar las plantas, comida para dos, llevar el gato al veterinario cada cierto tiempo. Los días que hace sol, sale a caminar unos minutos. Los días que llueve se sienta en la terraza y se queda quieta durante horas mirando pasar los coches.
Por las tardes tiende en el suelo una almohada y se arrodilla sobre ella, nunca falta a sus oraciones. Pide por sus padres y salud para su marido, una vida larga a los que están y bendiciones para los que ya se fueron.
Después retira la almohada, la deja suavemente sobre el sofá y se vuelve a arrodillar muy despacio sobre el suelo. Siente las articulaciones como trastos viejos, y siempre piensa que le duelen más que ayer. Entonces cruza muy fuerte los dedos de una mano con los de la otra, cierra los ojos y reza en voz alta: Y por favor, que mi hijo esté bien.
Sentada en un viejo sillón mira una foto que tiene más de veinte años. Pelo negro rizado, la nariz recta de su padre, una sonrisa encantadora. Y esos ojos que en cierto modo a ella siempre le parecían tristes. Ojos muy húmedos, como de perro.
Cómo voy a decirle a esa mujer que he visto esos ojos esperando debajo de un semáforo, que miraban de un lado a otro, inquietos, y que brillaban, húmedos como los ojos de un perro asustado, como los de un animal herido. Cómo puedo decirle que es sólo esqueleto y piel, que ya no sonríe, que ya no mira a los ojos, que ya no habla con nadie.
El semáforo cambia a verde y nos cruzamos. Él mira al suelo con las manos en los bolsillos, ajeno al mundo, tal vez para no admitir que me ha reconocido, tal vez porque le avergüenza mirar a sus antiguos amigos, tal vez por rencor por no haber sabido ayudarle en su momento, tal vez porque realmente no me ha visto. Y cuando llego al otro lado me doy la vuelta y lo veo perderse en la primera esquina, y me pregunto cómo puedo decirle a su madre que su hijo ya no es su hijo sino una persona distinta, que no lo busque, que no quiera saber de él, que eso es lo mejor para los dos, que estará bien.
Me pregunto qué duele más, la verdad o la duda.
Y me sorprendo siendo un cobarde, me encojo de hombros y sigo mi camino, preguntándome si me lo volveré a encontrar alguna vez.
Esas cosas no se pueden decir. Primero porque ya es realmente complicado para un terapeuta, una persona entrenada y preparada para ello. Segundo porque aunque sepas y quieras decirlas, la otra persona no va a querer escucharlas. Y tercero, los dos se harían daño y uno se sentiría frustado por haber intentado ayudar sin haber podido y la otra se sentiría más dolida aún porque ahora hay otra duda más que corroe más profundamente su corazón. Bendita ignorancia...
ResponderEliminarBendita ignorancia y bendita felicidad. Van de la mano.
ResponderEliminarY, sin embargo, siempre hay gente que prefiere saber, porque son las dudas lo que las matan... Quizás si lo supiera, podría brindar una ayuda a su hijo... Aunque quizás éste la rechazaría y el dolor de la madre aumentaría...
ResponderEliminarHay veces que, directamente, no existe una opción más correcta que otra... Besito!!!
A veces no hay que meterse donde a uno no le llaman. Eso se lo dejaremos a los yankis.
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