Babatu, el hijo de cuatro años de Ibada, llevaba perdido desde el lunes. Por eso, el miércoles por la mañana, cuando la esperanza comenzaba a agotarse, los ojos de Ibada estaban tan llenos de lágrimas que no podía ver con claridad. Sus hermanos y algunos vecinos de la aldea habían salido a buscar a Babatu mientras ella permanecía en la aldea (no sólo por si el niño volvía sino porque ella tenía las piernas inmóviles de nacimiento), pero muchos temían que hubiera acabado presa de las zarpas de alguna leona. Por supuesto, a nadie se le ocurrió insinuarlo delante de Ibada.
Thuweni, su hermano mayor, había organizado una pequeña partida de búsqueda, pero hasta entonces no había dado ningún resultado. La última vez había salido por la mañana, muy temprano, unos minutos antes de que saliera el sol, y se había adentrado en el bosque junto con algunos voluntarios, ninguno de los cuales había regresado aún, a pesar de que pasaba ya un buen rato de la hora a la que la mayoría de los aldeanos solían comer. Hay que decir, sin embargo, que la comida había empezado a escasear meses antes, y que la situación se había agravado las últimas dos semanas, desde la aparición de aquel grupo de blancos que se habían instalado en la ciudad vecina, quién sabe si de forma temporal o permanente.
Estaba Ibada sentada sobre una piedra al lado de los campos de cultivos en los que muchos campesinos se habían quedado trabajando, cuando llegó el gran sacerdote vestido con sus lujosas telas y engalanado con grandes anillos de oro, exigiendo -más que pidiendo- la atención de todos. Tanto a la izquierda como a la derecha del gran sacerdote había una persona vestida con una túnica morada, y detrás de ellos había un joven que aparentaba tener veintidós o veintitrés años, ojos vivaces y pocos escrúpulos.
El gran sacerdote habló entonces en su extraño idioma, que nadie comprendió, en estos términos:
-Debéis estar agradecidos: Dios me ha enviado a estas tierras para apartaros del camino del infierno. Desde el momento en que nacéis sois pecadores, porque nacéis desde el pecado, y seguís pecando durante toda la vida. No conocer a Dios es el mayor de esos pecados... pero yo os perdono, porque os amo.
»Ved que reconozco que tenéis alma, aunque muchos lo hayan negado hasta ahora. Y sin embargo, ¿de qué os sirve?, pues es un alma impura y vil, apartada del camino correcto. Por eso debéis seguirme a mí, que conozco ese camino y en mi infinito amor me ofrezco a guiaros. Pero, como ya sabéis, vuestra salvación exige una pequeña recompensa: el noventa y cinco por ciento de vuestra producción. ¡Apartaos de las necesidades mundanas! ¿Preferís nutrir el cuerpo y dejar morir de hambre al alma? ¡Impuros!... pero veo que os disculpáis, así que os perdono de nuevo.
Sin embargo, los campesinos no se disculpaban realmente: muchos intercambiaban miradas interrogantes, y los pocos que se habían arrodillado lo habían hecho con el único propósito de seguir trabajando.
-Pero sé -continuó el gran sacerdote- que algunos de vosotros estáis enfermos o sois demasiado viejos para trabajar. Así, como es justo, deberéis hacer otro tipo de sacrificio...
Y el joven situado detrás del gran sacerdote dio entonces un paso adelante. Y llevaba de una mano a un niño negro y desnudo, e Ibada se quedó en silencio y sin poder moverse, y después lloró y gritó con furia por no poder ponerse en pie y arrebatarles a su hijo y abrazarle como solía hacerlo antes de que llegasen aquellos hombres blancos a los que nunca, jamás consiguió entender una palabra.
Si en mi opinión El Roto no dibuja viñetas, sino bofetadas, tú las escribes.
ResponderEliminarMe he quedado helada... Ofú... Besito!
Es lo que pretendía, me alegro de haberlo conseguido con alguien ;-)
ResponderEliminarSalvajes... los blancos, digo.
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