Atravesamos un lúgubre pasillo flanqueado por antorchas que envolvían a mi acompañante -e imagino que a mí mismo- en una luz anaranjada que me produjo escalofríos. Las paredes eran de piedra y apenas si alcanzábamos a ver el suelo, donde ocasionalmente podía percibirse de reojo el rápido movimiento de algún ratón o algún insecto.
Doblamos una esquina y entramos en otro pasillo más estrecho, a cuya derecha había una vieja y destartalada puerta de madera. Nos detuvimos frente a ella y, mientras el encapuchado buscaba una llave en una de sus bolsas, llegaron a mis oídos, claros como la luz de la luna, extraños ruidos, llantos y gemidos procedentes del interior. Quise escapar de allí, rogar a aquel hombre que diésemos media vuelta y regresáramos por donde habíamos venido, pero la curiosidad, o tal vez el morbo, si alguien prefiere llamarlo así, pudo finalmente más que el miedo, y esperé pacientemente a que la llave girase dos vueltas y la puerta se abriese con un quejido.
Con gran timidez asomé la cabeza y, a medida que las pupilas se fueron adaptando a la oscuridad reinante de aquella celda o cuarto, comencé a distinguir una pálida forma agazapada que, según pude adivinar, me miraba con la misma curiosidad con que yo la observaba a ella. Y, después de unos segundos en absoluto silencio y quietud, aquella forma empezó a moverse sin ningún orden y a emitir agudos chillidos y llantos y a golpearse la cabeza contra la pared. Una cabeza que, como pude observar, carecía por completo de cabellera.
Entré, precedido por mi compañero, con el temor de que aquel ser pudiese atacarnos o hacernos algún daño. Pero no lo hizo, y si a alguien causó dolor fue a sí mismo, infligiéndose castigos que superaban lo que un ser humano normal podría soportar, como tratar de sacarse los ojos con los dedos o morderse los brazos con tanta fuerza que se arrancaba trozos enteros de músculos y los escupía sin el menor gesto de dolor.
Hube de apartar la vista y la dirigí al suelo. Algo llamó mi atención y me agaché, extendí la mano y cogí un gran mechón de pelo largo. Enseguida lo solté y miré al encapuchado, que, sin devolverme la mirada, dijo con frialdad:
-La tristeza es uno de los múltiples caminos hacia la locura.
Joums... Qué crudo... Nunca hay que regodearse en la propia tristeza (aunque parezca extraño, algunos lo hacen o lo hemos hecho en algún momento de nuestra vida). Besito!!!
ResponderEliminarLa tristeza es muy necesaria. Sin ella, millones de historias muy entretenidas nunca se habrían escrito.
ResponderEliminarEs necesaria pero siempre dentro de unos límites... ;-)
ResponderEliminarCualquier sentimiento llevado al límite termina en alguna forma de locura.
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