Suelo preguntármelo. Adónde vamos. Dónde está la meta y qué camino lleva hacia ella.
La llama de una vela aromática tiembla en un vaso de cristal sobre la mesa. Ya queda muy poca cera y huele más a quemado que a melón. Es un olor agradable, muy parecido al del humo de las cerillas.
La lluvia de hace un rato ha dejado el aire húmedo. La gente corría a refugiarse en cualquier portal cubriéndose la cabeza con el periódico, el maletín, la chaqueta o cualquier cosa que tuvieran a mano. Viendo el terror que despierta, se podría pensar que lo que cae es lluvia ácida.
Cada mañana, al ir a trabajar, me cruzo con una chica de unos treinta años, muy orgullosa ella, y muy altanera, de las que no saben mirar si no es por encima del hombro. Suele ir engullendo más que comiendo un enorme cruasán y, debido a su obesidad, camina con los brazos muy abiertos, como los culturistas.
Hoy me crucé con ella en un callejón que separa un edificio en construcción del solar donde están los materiales. En cada extremo del callejón hay una señal: Peligro: carga suspendida. No está prohibido pasar, simplemente no está de más que mires hacia arriba.
Y allá fue ella: a mitad de camino, miró hacia arriba, se cubrió media cabeza con una de sus diminutas manos y echó a correr -si entendemos por correr el hecho de dar pasos la mitad de largos pero el doble de rápidos, lo que, por algún extraño prodigio, debió de darle la sensación de ir más deprisa y estar, por tanto, menos tiempo expuesta al peligro.
Supongo que, en el caso de la lluvia, lo de cubrirse la cabeza tiene sentido hasta cierto punto. Pero cuando lo que amenaza con caerte encima es una carga de quinientos kilos, tal vez cubrirse o no cubrirse con una mano no signifique una diferencia muy importante.
A lo mejor nos confiamos demasiado. A lo mejor es porque no somos conscientes del peligro. Corremos a toda velocidad pero no sabemos hacia dónde, y mientras llegamos y no llegamos somos espectadores del paso de los días, las semanas y los meses, que caen sobre nosotros como una carga de hormigón contra la que apenas si alcanzamos a cubrirnos con el dorso de una mano. Y cuanto más tratamos de correr, más cortos son nuestros pasos.
Entonces me pregunto si sólo trabajamos para nosotros o si nuestro trabajo sirve para mejorar algo, para cambiar las cosas, para resucitar realmente este cadáver de país a pesar del titánico esfuerzo de políticos y empresarios para hundirlo cada vez más y más en el estiércol.
¿Tenemos todos una meta en común o recorremos caminos individuales?
En el tranvía, un chandalero con diez mil cadenas en el cuello y un anillo en cada dedo se sienta frente a mí. A pesar de que aún está oscuro, lleva puestas las gafas de sol y las sujeta por la patilla entre dos dedos, como si tuviera miedo de que se le cayeran al suelo. Tiene la cabeza ladeada de una forma extraña y la mantiene inclinada ligeramente hacia arriba. ¿Habrá visto algo en el techo? Miro en esa dirección pero no veo nada que se salga de lo común.
Entonces el móvil que lleva en la mano empieza a hacer un ruido desagradable, como si algo se hubiera roto. Caigo en la cuenta de que es reggaetón. Quizá sí que hay algo roto, pienso.
Él empieza a menear la cabeza arriba y abajo, arriba y abajo, sin soltar las gafas. Apenas se entiende la letra, es como si hubieran pasado un idioma entero por una trituradora de basura. -Pienso que antes solía gustarme el castellano. Decido que eso no lo es-. Él sigue con su extraño baile y me parece una de esas figuras que se ponen en el salpicadero del coche: uno de esos perros de cuello de goma.
Me pregunto cuál es su meta en la vida.
Después llego a mi parada. Trabajo en un barrio en que en vez de aceras hay campos de minas. Es difícil sortear con éxito todos los excrementos de perro que hay repartidos por todas partes, pero con el tiempo se convierte en algo rutinario.
Y eso es lo que me preocupa, lo fácil que es a veces acostumbrarse a caminar entre mierda de perro. Me preocupa que con el tiempo los contornos de las percepciones se difuminen y lo que parecía malo parezca después menos malo. Me preocupa que un día dejemos de discernir entre lo que nos conviene y aquello a lo que nos hemos acostumbrado. Me preocupa que las ambiciones se mezclen con los caprichos y que la necesidad se confunda con el deseo. Me preocupa esta pérdida de identidad.
Y sin embargo no dejo de preguntarme si los deseos individuales son compatibles con los deseos colectivos, como si la respuesta fuese a cambiar a fuerza de repetir la pregunta. No, obviamente no. Cada uno tiene sus deseos, sus planes, sus proyectos. ¿Cómo vamos a remar todos en la misma dirección?
La vela tiembla un poco más y se apaga. Queda el humo formando extrañas figuras en el aire. Abro la ventana y la habitación se impregna de olor a tierra mojada.
Profundo...
ResponderEliminarSupongo que el ser humano ya está demasiado echado a perder como para tratar de sacar algo bueno... Es demasiado egoísta como para trabajar junto al resto... Es demasiado idiota como para ver lo que realmente importa...
Menos mal que hay alguna excepción por ahí... Besito!!!!
Bueno, si los intereses individuales no aportan mucho en el camino hacia una meta global, las excepciones tampoco...
ResponderEliminar¡Beso!
Nuesrta supuesta independencia personal y nuestros caprichos (bien alimentados por el sistema) nos llevan al consumismo. El consumismo es el motor del capitalismo. Ergo, todos remamos en un sentido pese a todo: en el sentido del capitalismo. Entre otras cosas porque en el fondo nuestras necesidades más básicas (dentro de una sociedad desarrollada) también dependen de consumir de una manera u otra, así que aunque no miráramos por nosotros mismos, solo con tener que mantenernos ya estaríamos remando hacia ese lado (no hay huertitas para autosostenernos todos).
ResponderEliminar