El borracho siempre se sienta en el último taburete del bar Em. Cada noche, cuando la gorda Mariam se acerca llave en mano a abrir la reja, se lo encuentra allí, como un perro obediente, sentado en el escalón, mirando hacia ella sin decir nada, con su larga barba blanca, su calva llena de lunares y manchas en la piel y sus viejas sandalias gastadas. Ella le sonríe y él le devuelve la sonrisa, y cuando abre la puerta entran juntos y él va directamente al fondo. No hay palabras, ya no hacen falta, la gorda Mariam le sirve su whisky y él lo va tomando sorbo a sorbo mientras ella lo prepara todo para recibir a los demás clientes.
Desde ese momento y hasta que llegan las cuatro, el borracho no separa ni un momento su vista de la copa. De vez en cuando sonríe mientras da vueltas al vaso con los dedos. Sonríe como si recordara algo, pero tiene una sonrisa triste y, después de un espasmo muy leve y casi imperceptible, señal de que habría empezado a reírse quizá si fuera treinta o cuarenta años más joven y la persona que ahora sólo le hace reír en recuerdos estuviera frente a él, niega con la cabeza y apura su copa. Entonces, si la gorda Mariam lo ve, y siempre lo ve, coge del estante la botella de whisky barato y le sirve otro vaso, y él la mira un segundo como diciendo "Gracias", aunque no diga nada, y vuelve a su copa.
Mientras tanto, en el bar, los jóvenes beben, bailan y se ríen, se gastan bromas, se comen a besos, se emborrachan, brindan por los años recién cumplidos o por los futuros novios o por el futuro divorciado o divorciada, orinan en las esquinas y vomitan en cualquier acera. Nadie mira al borracho, nadie le dirige la palabra, nadie le pregunta si se encuentra bien o qué hora es, nadie se ríe de él ni de sus sandalias ni de que esté allí solo noche tras noche sin hablar con nadie. Por eso se siente bien allí, porque le dejan en paz con sus pensamientos y nadie le interrumpe cuando recuerda algo que le hace gracia o a esa persona con la que le gustaba salir y compartir sus noches años atrás. Ahora ya no hay motivos para hablar, no hay nadie que pueda hacerle reír ni mostrarse lo bastante amable con él como para alentarle a tener una conversación. Si alguien se le acercase y le dijese cualquier cosa, lo que fuera, sencillamente no sabría qué contestar.
Y llegan las cuatro y la gorda Mariam le dice Es hora de cerrar, amigo, no te preocupes, te lo apunto, ya me lo das otro día. Y el borracho se levanta tambaleándose y camina hacia la puerta y después se va calle arriba. Su apartamento siempre apesta a insecticida porque tiene una plaga de cucarachas, pero ya está acostumbrado y no le afecta. Da un portazo, va a la nevera y saca una botella de cerveza. La que está al lado se cae y se hace añicos pero ya lo limpiará mañana; mañana, cuando se encuentre mejor o no le dé tanta pereza. Ahora se recuesta en el sofá y da un trago a su botella, y piensa: Qué bueno que haya algo que sí te alivie ese otro dolor.
En la ventana hay una solución para esos males. Cuanto más arriba esté la ventana, más efectivo resulta.
ResponderEliminarJo, Míster, qué radical!
ResponderEliminar¿Y después de tanto tiempo no ha entablado amistad con Mariam? Beso!!
Mr., el problema es que eso no está bien visto entre los vecinos, que por el camino te llevas la ropa tendida de uno y las macetas de otro y acabas estropeando las violetas y las rosas del patio interior, y ya la gente no te recuerda tan cariñosamente.
ResponderEliminarVicky, el borracho de esta historia no tiene necesidad de entablar amistad con nadie, está a gusto en su soledad porque así el recuerdo del tiempo pasado le parece más valioso en comparación, y cuanta más gente haya a su alrededor más solo se siente... ése es el único motivo de que todas las noches trate de rodearse de gente.