-¡Quita de enmedio, basura!
Frank casi derribó al muchacho que les había salido al paso para pedirles dinero, y habría pasado sobre él, como se pasa sobre un felpudo o una moqueta, si hubiera sido necesario para no tener que detener la marcha.
Paseaba con su amigo Joseph por una de las calles menos transitadas de las afueras de la ciudad, hablando sobre la guerra que estaba cada vez más cerca, sobre la comida que ya empezaba a faltar en los estantes de los centros comerciales, sobre el hambre que ya se dejaba notar incluso en las calles del centro, donde los carteles de Se vende habían invadido las fachadas de las casas de la Avenida Marie Curie y de la Rambla Los Limoneros. Hablaban también de la incompetencia del gobierno conservador, que negaba todos aquellos problemas y hacía oídos sordos a las necesidades del pueblo; y, en definitiva, conversaban sobre temas que a Frank solían ponerle nervioso, en parte por lo delicado de los temas y en parte porque era de temperamento alterable; y, pese a todo ello, sabía mantener las formas en casi cualquier situación y era raro verle acelerar el paso o alzar la voz a cualquier persona.
-¿Estás bien, amigo? -le preguntó Joseph unos segundos después.
-¡Sí, sí!, perfectamente. Pero espera, no pases por ahí, demos un rodeo ahora que no vienen coches.
-¿Qué ocurre? -quiso saber Joseph.
-Hay gatos descansando ahí.
Efectivamente, había dos gatos acostados en medio de la acera: uno pequeño, con manchas negras, marrones, amarillas y blancas, y una hembra de color blanco, más grande y que, a juzgar por el tamaño del vientre, debía de estar preñada. El sol les daba de lleno y no se les veía con intención de moverse mientras no fuera imprescindible.
-¿Te dan miedo los gatos? -preguntó Joseph. Frank soltó una carcajada.
-No, hombre, en absoluto. Es sólo que no quiero molestarlos.
-¿Molestarlos? Hace un minuto has estado a punto de tirar al suelo a un muchacho sólo porque se ha acercado a pedirnos dinero; ¿cómo puedes ahora mostrar deferencia por unos gatos?
Frank abrió los ojos como si la pregunta fuera tan obvia que responderla le hiciese sentir estúpido.
-Naturalmente, los gatos me inspiran muchísimo más respeto que la mayoría de las personas.
-Pero ¿cómo puedes sentir más respeto hacia criaturas de otras especies que hacia tus semejantes?
-¿Semejantes? ¿Qué es para ti un semejante? ¿Un parásito como el que nos acabamos de cruzar es un semejante?
-¡Vamos, vamos! -contestó Joseph alzando la voz-, nos pide una moneda y ya le llamas parásito. ¿Qué sabes sobre él? ¿Qué sabes sobre su vida? Sólo sabes que se acercó a ti y te pidió que le echaras una mano. ¡Y tan pronto le juzgas! ¿Qué pasaría si mañana fueras tú quien necesitara que alguien le echara una mano? ¿Te gustaría que dijeran de ti que eres un parásito? Entérate primero, Frank, y di luego lo que tengas que decir.
-No es la primera vez -dijo Frank antes de que Joseph terminase de hablar- que me cruzo con ese parásito. De hecho, me lo encuentro varias veces por semana. Siempre me sale al paso y me pide "una moneda, algo suelto". Yo, como es natural, no le doy nada por dos razones: porque ser amable con alguien que te pide dinero significa que lo tendrás pegado al trasero hasta el fin de tus días... y porque el reloj, los anillos y las cadenas de oro que lleva colgadas al cuello no son las de alguien que pasa hambre precisamente.
»La semana pasada llegó incluso a amenazarme para que le diera la cartera. Me dijo que sabía dónde vivía y que más me valía tener cuidado. Recuerdo que me reí porque me parecía una de esas películas policiacas de bajo presupuesto, uno de esos bodrios surrealistas que nadie se cree. Imagínate: el niño pijo que quiere ser un tipo duro. Desechos, Joe, inmundicias. Donde tú ves un semejante, yo sólo veo basura.
Joseph le miraba con incredulidad, tal vez por saber que su amigo había sido amenazado, pero más probablemente porque aquella forma de pensar y de ver a los demás no encajaba con su propia cosmovisión fueras cuales fueran las circunstancias. Él siempre veía y trataba a los demás como iguales por el hecho de que los demás también eran humanos, y, por supuesto, nunca se le habría ocurrido poner a un par de gatos por encima de una persona. La actitud de Frank le parecía exagerada y hasta artificial, pero el tipo de actitud artificial que resulta peligrosa si llega a calar profundamente en el espíritu de alguien. Su forma de pensar por un lado le asustaba y por otro le indignaba, especialmente por haber descubierto tan tarde que su amigo no era quien él había pensado desde un principio.
Sin embargo, siguieron caminando en silencio, atendiendo a sus propias reflexiones, callados como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar. Atravesaron un sendero de guijarros flanqueado por álamos frondosos que oscurecían el camino, y Joseph pensó, en broma pero amargamente, que su amigo podría matarle en ese mismo lugar y huir antes de que nadie se diera cuenta. Se planteó que quizá también era basura ante sus ojos por no compartir sus ideas. ¿Quién lo habría dicho de alguien como Frank, siempre tan educado y tan amable? Y sin embargo, ¿no era esa clase de gente la que resultaba más peligrosa? Existen sapos de vivos colores que alertan de un veneno letal y animales que enseñan sus colmillos para advertir a sus depredadores que no deben acercarse un solo paso más, pero ¿cuál es la señal que avisa de que una persona esconde pensamientos como los de Frank?
-Dime una cosa -dijo finalmente Joseph, y se quedó en silencio unos segundos pensando cuál era la manera más adecuada de plantearle la pregunta-: ¿Crees que todo el mundo tiene los mismos derechos?
-¿Tiene que ver con la conversación de antes? ¡Vaya!, ya me había olvidado de eso. Pues bien, legalmente y en teoría, si están bajo el mismo sistema jurídico, sí, claro. Dicen que la ley es la misma para todos, ¿no?
-No me refiero a eso -dijo Joseph indignado-, lo sabes perfectamente. Me refiero a si crees que todos merecemos las mismas cosas, las mismas oportunidades...
-Pues verás, no estoy seguro de que alguien que arroja ácido a su mujer a la cara por ir enseñando un tobillo o alguien que secuestra a una niña pequeña para violarla y matarla tenga el mismo derecho que tú y que yo a salir a la calle, si entiendes lo que quiero decir.
Joseph guardó silencio. Había aún otra pregunta que quería hacer desde hace rato:
-¿Crees en la pena de muerte, Frank?
-Bueno, verás, creo que veinticinco personas inocentes son más valiosas que un asesino que afirma que matarlas es el camino hacia la independencia de su pueblo. Si deshacerse de un asesino fuese la única manera de evitar que murieran personas inocentes, entonces, sin lugar a dudas, habría que quitarse de encima ese lastre.
Habla como de un mero trámite, pensó Joseph. Deshacerse de un ser humano, como quien se deshace de una chaqueta vieja.
-De todas formas -continuó Frank-, ¡deshacerse de un asesino sin haberle hecho pagar por sus crímenes...!
Siguieron caminando por el sendero de guijarros bajo los álamos. El sol estaba descendiendo y la luz anaranjada dejaba ver las inmensas nubes de mosquitos por todas partes. Caminaron una hora entera más y en ningún momento de aquella tarde volvieron a dirigirse la palabra.
Frank casi derribó al muchacho que les había salido al paso para pedirles dinero, y habría pasado sobre él, como se pasa sobre un felpudo o una moqueta, si hubiera sido necesario para no tener que detener la marcha.
Paseaba con su amigo Joseph por una de las calles menos transitadas de las afueras de la ciudad, hablando sobre la guerra que estaba cada vez más cerca, sobre la comida que ya empezaba a faltar en los estantes de los centros comerciales, sobre el hambre que ya se dejaba notar incluso en las calles del centro, donde los carteles de Se vende habían invadido las fachadas de las casas de la Avenida Marie Curie y de la Rambla Los Limoneros. Hablaban también de la incompetencia del gobierno conservador, que negaba todos aquellos problemas y hacía oídos sordos a las necesidades del pueblo; y, en definitiva, conversaban sobre temas que a Frank solían ponerle nervioso, en parte por lo delicado de los temas y en parte porque era de temperamento alterable; y, pese a todo ello, sabía mantener las formas en casi cualquier situación y era raro verle acelerar el paso o alzar la voz a cualquier persona.
-¿Estás bien, amigo? -le preguntó Joseph unos segundos después.
-¡Sí, sí!, perfectamente. Pero espera, no pases por ahí, demos un rodeo ahora que no vienen coches.
-¿Qué ocurre? -quiso saber Joseph.
-Hay gatos descansando ahí.
Efectivamente, había dos gatos acostados en medio de la acera: uno pequeño, con manchas negras, marrones, amarillas y blancas, y una hembra de color blanco, más grande y que, a juzgar por el tamaño del vientre, debía de estar preñada. El sol les daba de lleno y no se les veía con intención de moverse mientras no fuera imprescindible.
-¿Te dan miedo los gatos? -preguntó Joseph. Frank soltó una carcajada.
-No, hombre, en absoluto. Es sólo que no quiero molestarlos.
-¿Molestarlos? Hace un minuto has estado a punto de tirar al suelo a un muchacho sólo porque se ha acercado a pedirnos dinero; ¿cómo puedes ahora mostrar deferencia por unos gatos?
Frank abrió los ojos como si la pregunta fuera tan obvia que responderla le hiciese sentir estúpido.
-Naturalmente, los gatos me inspiran muchísimo más respeto que la mayoría de las personas.
-Pero ¿cómo puedes sentir más respeto hacia criaturas de otras especies que hacia tus semejantes?
-¿Semejantes? ¿Qué es para ti un semejante? ¿Un parásito como el que nos acabamos de cruzar es un semejante?
-¡Vamos, vamos! -contestó Joseph alzando la voz-, nos pide una moneda y ya le llamas parásito. ¿Qué sabes sobre él? ¿Qué sabes sobre su vida? Sólo sabes que se acercó a ti y te pidió que le echaras una mano. ¡Y tan pronto le juzgas! ¿Qué pasaría si mañana fueras tú quien necesitara que alguien le echara una mano? ¿Te gustaría que dijeran de ti que eres un parásito? Entérate primero, Frank, y di luego lo que tengas que decir.
-No es la primera vez -dijo Frank antes de que Joseph terminase de hablar- que me cruzo con ese parásito. De hecho, me lo encuentro varias veces por semana. Siempre me sale al paso y me pide "una moneda, algo suelto". Yo, como es natural, no le doy nada por dos razones: porque ser amable con alguien que te pide dinero significa que lo tendrás pegado al trasero hasta el fin de tus días... y porque el reloj, los anillos y las cadenas de oro que lleva colgadas al cuello no son las de alguien que pasa hambre precisamente.
»La semana pasada llegó incluso a amenazarme para que le diera la cartera. Me dijo que sabía dónde vivía y que más me valía tener cuidado. Recuerdo que me reí porque me parecía una de esas películas policiacas de bajo presupuesto, uno de esos bodrios surrealistas que nadie se cree. Imagínate: el niño pijo que quiere ser un tipo duro. Desechos, Joe, inmundicias. Donde tú ves un semejante, yo sólo veo basura.
Joseph le miraba con incredulidad, tal vez por saber que su amigo había sido amenazado, pero más probablemente porque aquella forma de pensar y de ver a los demás no encajaba con su propia cosmovisión fueras cuales fueran las circunstancias. Él siempre veía y trataba a los demás como iguales por el hecho de que los demás también eran humanos, y, por supuesto, nunca se le habría ocurrido poner a un par de gatos por encima de una persona. La actitud de Frank le parecía exagerada y hasta artificial, pero el tipo de actitud artificial que resulta peligrosa si llega a calar profundamente en el espíritu de alguien. Su forma de pensar por un lado le asustaba y por otro le indignaba, especialmente por haber descubierto tan tarde que su amigo no era quien él había pensado desde un principio.
Sin embargo, siguieron caminando en silencio, atendiendo a sus propias reflexiones, callados como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar. Atravesaron un sendero de guijarros flanqueado por álamos frondosos que oscurecían el camino, y Joseph pensó, en broma pero amargamente, que su amigo podría matarle en ese mismo lugar y huir antes de que nadie se diera cuenta. Se planteó que quizá también era basura ante sus ojos por no compartir sus ideas. ¿Quién lo habría dicho de alguien como Frank, siempre tan educado y tan amable? Y sin embargo, ¿no era esa clase de gente la que resultaba más peligrosa? Existen sapos de vivos colores que alertan de un veneno letal y animales que enseñan sus colmillos para advertir a sus depredadores que no deben acercarse un solo paso más, pero ¿cuál es la señal que avisa de que una persona esconde pensamientos como los de Frank?
-Dime una cosa -dijo finalmente Joseph, y se quedó en silencio unos segundos pensando cuál era la manera más adecuada de plantearle la pregunta-: ¿Crees que todo el mundo tiene los mismos derechos?
-¿Tiene que ver con la conversación de antes? ¡Vaya!, ya me había olvidado de eso. Pues bien, legalmente y en teoría, si están bajo el mismo sistema jurídico, sí, claro. Dicen que la ley es la misma para todos, ¿no?
-No me refiero a eso -dijo Joseph indignado-, lo sabes perfectamente. Me refiero a si crees que todos merecemos las mismas cosas, las mismas oportunidades...
-Pues verás, no estoy seguro de que alguien que arroja ácido a su mujer a la cara por ir enseñando un tobillo o alguien que secuestra a una niña pequeña para violarla y matarla tenga el mismo derecho que tú y que yo a salir a la calle, si entiendes lo que quiero decir.
Joseph guardó silencio. Había aún otra pregunta que quería hacer desde hace rato:
-¿Crees en la pena de muerte, Frank?
-Bueno, verás, creo que veinticinco personas inocentes son más valiosas que un asesino que afirma que matarlas es el camino hacia la independencia de su pueblo. Si deshacerse de un asesino fuese la única manera de evitar que murieran personas inocentes, entonces, sin lugar a dudas, habría que quitarse de encima ese lastre.
Habla como de un mero trámite, pensó Joseph. Deshacerse de un ser humano, como quien se deshace de una chaqueta vieja.
-De todas formas -continuó Frank-, ¡deshacerse de un asesino sin haberle hecho pagar por sus crímenes...!
Siguieron caminando por el sendero de guijarros bajo los álamos. El sol estaba descendiendo y la luz anaranjada dejaba ver las inmensas nubes de mosquitos por todas partes. Caminaron una hora entera más y en ningún momento de aquella tarde volvieron a dirigirse la palabra.
Gatitos! XD
ResponderEliminarMe gusta tu forma de plasmar las diferentes opciones, aunque en la vida real intuyo que la mayoria de la gente estaremos en algún punto intermedio entre ambos personajes...
Me sigue gustando mucho cómo escribes :-D Besito!!!
Posiblemente la visión de Joseph sea demasiado inocente. De todas formas, conozco gente así...
ResponderEliminarYa sabes que yo me inclino más por las ideas de Frank ;-)
Las ideas de Joseph son las de alguien que confía en que la gente pueda cambiar y en las segundas oportunidades. Las ideas de Frank son las de aquel que piensa que una vez te has marcado con tus hechos, esa huella permanecerá toda la vida. Para algunas personas hay esperanza, para otras esperar algo es vano. Dependiendo de este factor que pende sobre la evolución de cada persona, las ideas de Joseph de igualdad y las de Frank de eliminar la fruta podrida pueden ser igual de válidas o dejar de serlo por completo... pero nadie puede ver el futuro para saber qué será de una persona ni qué caminos elegirá en cada momento. Así que mientras tanto, mejor quedarnos en un punto medio, ni ser demasiado tolerante ni demasiado tajante, castigar pero dar oportunidad de redención. Pero siguiendo con esto, quizá para ser completamente justos ya que damos oportunidad de rehacer una vida, haya que poner un cierto límite al número de veces que se pueda reincidir para evitar que se destrocen otras...
ResponderEliminarYo pienso como Frank.
ResponderEliminarJavi, creo que el detalle de los gatos ayuda a que Frank te parezca más simpático, ¿cierto? XD Ahora en serio, me alegra saber que no soy el único.
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