miércoles, 23 de mayo de 2012

siempre nos quedará...

No era más que el bar de la estación, ya lo sé. Supongo que desde tu pedestal me lo habrás estado recordando todos estos años. Tú no eras Ingrid Bergman, ni siquiera llevabas un bonito peinado. Tenías el pelo mojado porque habíamos dejado olvidado el paraguas en el tren y aquella tarde llovía como no había llovido en años. Yo tampoco era Bogart, no vestía un traje elegante ni pajarita. Me hacía falta un buen afeitado y dormir algunas horas. Y sin embargo todo aquello me pareció la escena de cualquier película.

Tú mirabas las nubes al otro lado de una ensalada americana que no habías querido probar, y yo bebía sin sed una cerveza sin gas mientras pensaba que en tu cabeza ya estarías a varios años luz de allí. ¿Puedo retirar?, preguntó la camarera, y tú dijiste: Sí, y después, dirigiéndote a mí: ¿Vamos? Apuré los últimos rayos de luz y dejando un billete sobre la mesa contesté secamente: Sí, ya es tarde.

No fue una gran despedida, no hubo fuegos artificiales, nadie dijo nada inteligente. No nos quedaba París, ni Berlín ni ninguna otra ciudad. No había nada nuestro, ni siquiera una canción. Ningún lugar en el que pudiéramos encontrarnos otra vez años más tarde.

El avión era un Boeing 737-800, pequeño, simple. Lo vi entrar en la pista y quedarse quieto unos segundos antes de tomar impulso. Me pregunté en qué ventanilla estarías y si me estarías viendo allí, de pie tras la cristalera de la terminal, con las manos en los bolsillos y sin expresión. No recuerdo qué pasó después. Supongo que tu avión despegó y que mi pensamiento tomó otros caminos. Y cuando desapareciste entre las nubes, simplemente giré sobre mis talones y me fui a casa, como un día cualquiera, como si volviese de trabajar. Tú, por tu parte, apoyaste la cabeza en el asiento y te quedaste dormida sin pensar en nada en particular. Al fin y al cabo, no eras Ingrid Bergman y yo, decididamente, tampoco era Humphrey Bogart.

sábado, 5 de mayo de 2012

el callejón

¿Puede apartarse, señor?
No, dijo el viejo.

En ese momento llegábamos a pie al callejón y lo vimos de espaldas, arqueado como siempre lo he visto, dándole la espalda a un todoterreno negro. La mujer quería aparcar en la acera, pero el hombre se negaba a apartarse. Se volvió y, moviendo los brazos en actitud desafiante, le dijo que tenía toda la ciudad para aparcar. Allí, allá, donde le diera la gana.

Conozco de vista al viejo desde hace un par de años. Es bajito y delgado, debe de tener más de ochenta años y suelo verlo con una boina y las manos cogidas a la espalda. Tiene cara de bueno, si es posible tener cara de algo. Nunca se mete con nadie, nunca da problemas. Camina despacio, pero creo que no es cosa de la edad sino más bien de su forma de ver la vida. ¿Y qué sé yo de su forma de ver la vida?, se preguntarán. Bueno, sé algo: da de comer a los gatos.

La mujer empezaba a impacientarse.
¿Quiere apartarse, no ve que voy a aparcar?
No, no va a aparcar, tiene toda la ciudad para hacerlo. Camine un poco.
Lo comentábamos mi amigo y yo. Esa necesidad que tiene la gente de aparcar en la misma puerta. Luego, eso sí, ponen el grito en el cielo cuando la grúa se lleva su BMW de cuarenta mil euros. Ya no espero que respeten a los peatones (eso en España no se lleva), pero al menos podían tener consideración con los gatos.

Y lo mismo pensó el viejo, claro. Acababa de ponerles unos garbanzos a una manada de unos diez o doce. Alguno se quedó mirando el morro amenazante del coche, un morro como de un animal salvaje y despiadado. Pero no se iban de allí. El viejo estaba en medio y la bestia lo respetaba.

Al final la mujer se cansó y se fue. Imagino que se rompió la cadera por tener que caminar más de veinte metros después de aparcar en la calle de al lado. Los gatos, por su parte, no le dieron demasiada importancia, y bajo la amable sonrisa del viejo siguieron allí apelotonados dando cuenta de los garbanzos. Fue el gesto bonito del día.