sábado, 28 de agosto de 2010

Pensar, decir

-¿Qué piensan de mí ahí fuera? -preguntó mientras encendía otro cigarrillo.
Las opiniones siempre eran buenas, todos hablaban maravillas de él. El más guapo, el más inteligente, el más justo. No había mujer que no quisiera compartir su almohada ni hombre que no tuviera la aspiración de ser como él.
-Seré sincero -dijo al fin el hombrecillo-, los comentarios no son buenos.
Él hizo una pausa. Se guardó el mechero en el bolsillo, sostuvo el cigarrillo entre dos dedos y expulsó el humo directamente sobre la cara de Lach. Con voz grave, preguntó:
-¿Qué quiere decir que no son buenos?
-Verá, señor...
-Escucha, Lach -dijo dándole una palmadita fraternal sobre el hombro-, tal vez hayas oído decir que soy una especie de ogro que se deshace de los portadores de malas noticias. Bien... es cierto. Ahora dime qué es eso que dicen sobre mí.

***

-Adelante -dijo sin levantar la vista del escritorio. La puerta se abrió muy despacio. De detrás surgió un joven delgado y tímido que no pudo evitar dirigir la vista al sillón que se encontraba junto a la mesa. Él levantó la vista y le saludó con jovialidad-: ¡Mi buen Dace! Entra, muchacho. Cierra la puerta. Muy bien. Dime, hijo, ¿qué noticias me traes?
El joven, totalmente pálido, seguía mirando al sillón.
-Oh, sí, te presento a mi buen amigo Lach. Ya no trabaja aquí, ¿sabes?, ahora sólo me hace compañía. Vamos, saluda, Lach, no seas maleducado. Hay grandes taxidermistas en esta ciudad, ¿verdad?, ¡grandes taxidermistas! Dime, hijo, ¿qué noticias me traes?
El hombre se sentó en el sillón, puso los pies sobre la mesa y dio una calada a su cigarrillo.

jueves, 26 de agosto de 2010

Lo más alto

Kellen Eberdhart es un hombre de éxito. Al menos, según su concepto de éxito. Es hijo de campesinos pobres y no había tenido muchas oportunidades en su juventud, pero a los veintidós años, las cosas habían empezado a cambiar.
Su memoria viaja hasta 1975. Llevaba un año trabajando en un almacén de una multinacional de venta de repuestos automovilísticos. Si alguien hubiera preguntado por él, nadie habría afirmado conocerlo; era uno más entre miles de empleados anónimos. Pero aquel año había aceptado el puesto de jefe de almacén para sustituir al anterior, que había muerto en un accidente doméstico. Sus ingresos aumentaron y se ganó una reputación y, por tanto, un nombre.
Poco tiempo después había sido ascendido de nuevo, y había comenzado a convertirse en alguien conocido y respetado. En 1976 conoció a la mujer con la que mantenía una relación estable desde entonces. Se sentía afortunado en muchos aspectos.
Con el tiempo, la empresa fue creciendo y él fue nombrado director. Además, tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones. El negocio se convirtió en una de las organizaciones más poderosas de Europa. Y él, en uno de los hombres más ricos.
Kellen Eberdhart recordaba esto con satisfacción, pero sus pensamientos tenían un sabor amargo. No había olvidado su trato, ése era uno de los pocos lujos que no se podía permitir.
Casi se había hecho a la idea de que su despacho no estuviera vacío cuando se sentaba en el sillón cada mañana. Parecía estarlo, sí, pero no tenía más que darse media vuelta y allí, en el cristal, aparecía entonces reflejada una silueta. Podía ser una mujer, un hombre mayor, alguien con aspecto de ejecutivo... podía ser muchas cosas. Y después de tantos años, aún se sobresaltaba. Sabía que no estaba solo en ningún momento. Aun así, un rascacielos lleno de gente le brindaba una especie de... protección.
Pero no podía soportar el momento de apagar la luz en la habitación de su casa. Era consciente de que había alguien más allí, consciente de que le observaban. Era una certeza absoluta, indiscutible e ineludible, más allá de toda explicación. Y sabía que no estaba loco: tenía claro que aquello formaba parte de su trato.
Ahora lo entiende todo y sonríe. Sabe que ha salido perdiendo. Un segundo de felicidad y una eternidad de sufrimiento; ¿quién querría adelantar un momento así? Pero no se arrepiente: el mismo infierno viene a buscarle. Son esas personas, esas... apariciones. Nunca se van a ir.
Piensa en ello mientras salta al vacío. En el piso cuarenta, su corazón deja de latir. En el momento en que toca el suelo, las caras que le miran desde arriba desaparecen para siempre.

martes, 24 de agosto de 2010

Deudas

Debería echarle ahora mismo de mi casa.
Es un barrio conflictivo, sin duda. No hay una sola semana que salga de casa y no vea dos o tres patrullas de policía alrededor de un cadáver. Señor, las cosas están así, no hay dinero para salir de aquí, ojalá lo hubiera.
El otro día un yonki asaltó a un muchacho de unos diez o doce años. No sé, no debía de estar muy bien de la cabeza, ya me dirá. El caso es que le sacó una jeringuilla, sabe, y el crío se asustó y empezó a gritar. El yonki se puso nervioso y se la clavó en un costado. Parece ser que le inyectó un poco de aire. El muchacho está en estado crítico, dicen. No saben si va a salir de ésta, Dios quiera que sí, pero sería un milagro. Aparte tiene sida, claro, así que le jodieron de por vida.
Le informaron bien, señor, mi hijo murió el otro día. No, no murió, lo mataron, pero aún no dieron con el asesino. Fue un asunto de bandas, no lo sé muy bien, me dijeron que estaba peleado con alguien por asunto de una chica. Dígame usted si se puede matar a alguien por una cuestión de celos. Absurdo, todo es absurdo.
Por eso debería echarle a usted de mi casa ahora mismo. No puede venir y decirme esto. No puede sentarse en mi sofá y aceptar un vaso de whisky y exigirme lo que me exige. ¡Una cantidad tan enorme! No, señor, me temo que se equivoca: mi hijo no tenía deudas, y, perdóneme, nunca he oído hablar de usted.
Ahora es un poco tarde y yo tengo algunas cosas que hacer. De modo que, por favor, permítame acompañarle hasta la puerta.

viernes, 6 de agosto de 2010

Despertar

Jérome despierta una noche de octubre. Tiene frío pero está empapado en sudor. Le duelen un poco los huesos, puede que se esté haciendo viejo, o puede que vaya a llover. Intenta moverse pero siente un fuerte dolor por todo el cuerpo. ¡Definitivamente, o está muy mayor o va a caer una buena tormenta!
No sabe qué hora es. Todo está tan oscuro que no puede ver absolutamente nada. Enciende la luz de su reloj de muñeca; los segmentos no funcionan y el cristal está roto. ¡Mierda!, su manía de dormir con el reloj puesto. Ha debido de golpear sin querer la mesilla de noche. ¡Un reloj de los buenos!
Jérome tantea con el brazo pero no encuentra la mesilla de noche. ¿Dónde está su lámpara? ¿Y su teléfono móvil? Descubre que no recuerda dónde lo puso la noche anterior. Intenta incorporarse, pero siente un terrible dolor en la pierna izquierda que le obliga a acostarse de nuevo. Definitivamente, aquello no es su cama: son un montón de papeles y carpetas llenos de tierra. ¿Qué coño pasa aquí? ¿Qué es todo esto?
Cuando la memoria acude a su mente, un reloj cercano marca las 3:15. De repente, como una visión, recuerda la última vez que despertó. Había algo más de luz; no mucha, pero la suficiente como para ver la enorme viga sobre su pierna y un escritorio volcado a su izquierda, muy cerca de él. Sí, ahora lo recuerda todo claramente. Había pedido socorro, había gritado hasta enmudecer. Recuerda el sonido lejano de la sirena de un camión de bomberos y los ladridos de al menos dos perros. Se había dado cuenta de que llevaba ya muchos días allí, se moría de hambre y la sed era insoportable.
Jérome también recuerda que, antes de volverse a dormir, había dejado de oír las sirenas, y el último de los perros había dejado de ladrar. ¿Cuándo volverán? ¿Cuándo le sacarán de aquel lugar?
Pero Jérome bosteza, el sueño le vence de nuevo. No se da cuenta cuando su respiración hace que su mano se deslice desde su pecho, ni oye el leve golpe, tic, que hace el reloj al tocar el suelo.

jueves, 5 de agosto de 2010

Ángel

Tú dices: hasta aquí llegué, ya estuvo bien,
pero no te mueves del lugar;
yo digo: a la de tres empezaré a correr
pero olvido que no sé contar...

Nacho Vegas, Dry Martini S.A.

La chica era un ángel, dicen por ahí. Tenía esa mirada esmeralda que sólo tienen los ángeles, franca, dulce, amable... y esa palabra de aliento siempre en el momento oportuno. Y algunos dicen: ¡Quién lo habría pensado!, y otros se lamentan: ¡Era un ángel, la chica era un ángel!
Ella llevaba la cuenta de los días transcurridos para no olvidar cuándo debía marcharse. Cada amanecer, añadía una diminuta marca a su antebrazo con un pequeño cuchillo de pelar. Ya queda menos, pensaba, ya no queda nada para irme de aquí. Le dolía, pero aguantaba bien el dolor. Estaba más que acostumbrada.
Se podían contar algunos años en su pálido antebrazo. Dos y medio, tal vez tres. Pero cada vez que llegaba el momento de irse, ella mordía con fuerza las cadenas y no conseguía nada. Se preguntaba en qué podía haber fallado e inventaba pretextos. Las cadenas eran demasiado gruesas o sus dientes demasiado débiles. Entonces, pensaba, tal vez el problema se acabe solucionando, y con ese pensamiento empezaba a contar de nuevo.
Esta vez había ido demasiado lejos. Había roto las cadenas y él se había dado cuenta antes de que ella hubiera dado un solo paso. Decía que la quería, pero nunca se le había pasado por la cabeza hacerla feliz, y mucho menos si eso implicaba darle libertad. La quería como se quiere a un cuadro o a un jarrón. Ni un solo beso, ni una sola caricia, ni una palabra más o menos amable durante años. Dos años y medio, tal vez tres.
Y esta tarde de otoño no acude a su despedida. En su lugar, lo hace todo un pueblo. Hace dos noches, cuando él la tenía acorralada contra una esquina de la habitación, con la mano en alto, ella había dicho: "Yo siempre he sido libre, ¿no lo ves?", y, empujándole, había echado a correr hacia el balcón abierto.
Y ahora, algunos dicen: ¡Era un ángel, un ángel del cielo!

lunes, 2 de agosto de 2010

La propiedad

Cada martes a las nueve, su whisky es servido por la misma camarera en el mismo vaso, marcado por una cruz a navaja en el fondo. Él no la mira a la cara, se limita a observar su copa mientras se llena. Le gusta el sonido de los cubos de hielo chocando entre sí y los matices de la bebida bajo la pálida luz que a duras penas se cuela por la ventana.
Cada martes, la mujer sin nombre que le acompaña a todas partes aguarda pacientemente a su lado. Siempre en pie, siempre con ropa de invierno aunque sea verano, siempre en silencio. Tiene miedo del reloj de la pared, le recuerda que su vida se escapa minuto a minuto allí junto a él.
La copa se vacía y él pide otra. Después otra y otra más. Cuando la mujer parece a punto de explotar de rabia y de odio, él deja caer bruscamente el vaso y saca dos billetes arrugados. Deja uno de ellos sobre la mesa y mete el otro en un bolsillo del pantalón de la camarera cuando ésta pasa por su lado limpiando las mesas.
Se agacha, levanta un poco la mesa por una de las patas y desengancha la correa. Da un tirón y la mujer hace un gesto de dolor. Se levanta y camina hacia la salida ante la mirada resignada de la camarera y del cocinero. Pobrecilla, piensan, pero nadie hace nada.
En la calle, mientras avanza a grandes zancadas, gira la cabeza en todas direcciones por si alguien se atreve a mirar su propiedad. Una vez alguien lo hizo y resultó herido. También la mujer sin nombre recibió una paliza en la misma calle. Es que vas como una puta, enseñando los tobillos.
Un martes se sentó en la mesa de siempre. No dirigió su mirada a la camarera, y esta no colocó el vaso en su sitio habitual. Se detuvo junto a él y, antes de que nadie pudiera impedirlo, se lo rompió en la cabeza. Él cayó con gran ruido sobre el cenicero mientras la mujer sin nombre se tapaba la boca con las manos, incapaz de hablar.
He oído decir que aquella mesa conserva aún la sangre derramada, que la mujer sin nombre se encuentra lejos, muy lejos de allí, y que de vez en cuando la camarera recibe cartas de gratitud que terminan con fuertes besos y buenos deseos.

domingo, 1 de agosto de 2010

El hombre del metro

Solía ver a un hombre siempre en el mismo vagón del metro. Su ropa y su piel eran del mismo color, y estaba sucio y descalzo. Su barba le llegaba casi hasta el ombligo.
Recuerdo que tenía la mirada perdida y triste.
A veces alguien se sentaba frente a él, y él continuaba con la mirada fija hacia delante. Unos fingían no darse cuenta, otros optaban por mirar por la ventanilla y algunos se incomodaban y cambiaban de asiento. Y, sin embargo, después de esto, el hombre seguía mirando hacia el mismo punto.
Qué veía exactamente o en qué dimensiones viajaba su pensamiento, eran cuestiones que sólo él conocía. Desde luego, no veía al pasajero que se sentaba enfrente ni oía a los escolares que se burlaban de él. Tampoco aceptaba monedas ni piezas de fruta. Sencillamente, parecía no haber nada que lo uniese al mundo real.
Una vez bajé en su misma parada. Cuando las puertas se abrían, él sonrió amablemente bajo aquella espesa barba, hizo un gesto con el brazo invitándome a pasar, y sólo dijo: "Por favor". Yo admiré en silencio su habilidad y le envidié secretamente.
Aún le sigo viendo algunas veces, y aún me intriga. De vez en cuando me siento frente a él y descubro que en el largo trayecto no pestañea ni una sola vez. Y también sé que no me ve, que sólo soy una sombra detrás de un punto de su pensamiento, y que nunca sabré en qué direcciones viaja su mente mientras él se entretiene subiendo y bajando del metro.