miércoles, 15 de diciembre de 2010

El silencio del café

Él era muy reservado. Ni siquiera dijo nunca su nombre, así que todos lo llamábamos amigo. A veces, simplemente captábamos su atención y después le hacíamos un gesto con la mano para invitarlo a sentarse con nosotros. Aquel día me di cuenta de que hacía algún tiempo que declinaba nuestras invitaciones, y secretamente me pregunté por qué. Una cosa es ser reservado y otra muy diferente es ser maleducado. Claro que, por otra parte, él tenía todo el derecho a decidir dónde y con quién se sentaba, ¿no es así?

Ese día, sin embargo, ocupó la silla que estaba al lado de Charlie. Primero nos miró de reojo desde la barra, con gesto serio y cansado, y después, muy despacio, cogió su porción de tarta de arándanos a medio comer, se levantó de la butaca y se acercó a la mesa sin decir una palabra. Se sentó luego de repente y se dedicó de inmediato a su tarta como si no hubiese nadie alrededor. Pero lo cierto es que sí había, y, por alguna razón que en este momento no alcanzo a entender, los tres lo mirábamos en absoluto silencio, como esperando que dijese o hiciese algo, o como fascinados por alguna peculiaridad suya que ahora mismo no recuerdo.

-¿Está buena la tarta, amigo? -le pregunté. No porque me importase su tarta, claro, sino porque quería ser cortés con él y evitarle aquel silencio tan incómodo. Pronto entendí, de todas formas, que para él lo incómodo era la ausencia de silencio, y que no le hacía ningún favor obligándole a apartar su atención de lo único que le importaba en aquel momento. Se limitó a mirarme sin levantar la cabeza y, después de unos segundos con su mirada clavada en mi frente, volvió a hundir su cucharilla en la tarta y se la llevó a la boca una vez más. Lo interpreté como un sí.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo VI

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo V

Negro. Todo negro. Voces. Es como estar debajo del agua… se oye todo tan lejos...

- ¡Mierda, despiértalo!

- Se ha desmayado.

- ¡Me da igual!

Urso logró abrir los ojos y empezar a ubicarse después de notar, medio en sueños, como una mano fuerte le abofeteaba varias veces. Ante sí vio a dos tipos y dos mujeres. La mayor de todas ellas estaba sentada frente a él, al otro lado de una mesa amplia; la recordaba, la recordaba bien. Antes de dirigirse a ella, o de preguntar nada, observó al resto.

Dos hombres, uno de ellos enjuto y nervioso, el otro adusto, alto y con cara de pocos amigos. A su lado una muchacha, de quien nadie diría que había logrado traerle hasta allí de aquella manera; pero así era.

- Hola, Urso. – dijo la mujer en el escritorio.

El iba a contestar cuando el hombre nervioso encendió un cigarrillo:

- Entró frito y, nada más sentarse, frito otra vez. ¿Qué coño le habéis dado?

- Nosotros no le hemos hecho nada – dijo la chica.

- Dejadlo ya – zanjó la mujer – no tiene importancia. – volviéndose a Urso continuó: señor Medina, no se preocupe usted de nada. No le haremos daño. Mientras me diga lo que quiero saber, por supuesto.

Tosiendo un poco, Urso contestó:

- ¿Qué quieres saber…? – logró recordar el nombre – Aurora.

- Ya se lo he dicho, antes de que se quedase usted indispuesto – insistió ella con un tono educado – quiero saber qué sucedió con mi hermana Natalia.

Medina volvió a toser.

- Creo que eso…

Urso se interrumpió, y dudó unos momentos antes de seguir hablando. ¿Tenía sentido meterse en problemas? Implicar a Gerard Basella en algo, sin duda, lo era. Ahora bien, ¿podía estar viviendo una situación más surrealista?

Él, que en toda su vida, no había vivido momentos de mayor intensidad que lavar discretamente los trapos sucios de dos o tres hombres poderosos. Él, que ahora, sufría lo que los médicos llamaban una situación complicada de salud. ¿Podía importarle crearse algún quebradero de cabeza? Definitivamente, decidió que no. Fue tan rápido su razonamiento, que Aurora no tuvo tiempo de apremiarle antes de que siguiese hablando:

- Creo que eso tienes que preguntárselo a Gerard Basella.

Su interlocutora meneó la cabeza a ambos lados, como decepcionada.

- Ya habíamos contado con eso. Y también hemos contado con que no nos dirá nada, aparte que ponerse en contacto con él es muy difícil. Más aún teniendo en cuenta que este asunto no le beneficia en nada. – se incorporó sobre el escritorio y concluyó con tono amenazante: hable.

- Yo no puedo decirte nada… - insistió Medina.

- ¿Intervengo, Aurora? – propuso el hombre alto y adusto.

- Déjalo, Mikel. – declinó ella – Estoy segura de que el señor Medina me dirá todo lo que quiero oír. ¿No es así?

- ¿Qué tengo que contar, exactamente? – preguntó Urso – Pasaron muchas cosas.

- ¿Qué hizo con mi hermana Natalia? – inquirió Aurora – ¿Qué hizo Basella?

Urso se encogió de hombros, y empezó a rebuscar en su memoria. Después empezó a hablar, con la voz algo quebrada. Estaba cansado.

- Una noche, Basella me llamó… yo solía ocuparme de algunos asuntos suyos… aunque nunca había tenido un caso como ese.

- ¿Y bien?

- Era tarde, muy tarde. Era verano. Me hizo presentarme en su finca. Estaba allí con dos tipos y Natalia… bueno… estaba…

- Muerta, sí. – terminó Aurora – Continúa.

- A partir de ahí – prosiguió Medina – todo fue bastante rutinario. Limpié huellas… lavé un poco el lugar. Cosas que ya había hecho antes en algunos locales… aunque nunca con un muerto de por medio. Fue la primera vez. La metí en una bolsa de basura, de las grandes. Me la llevé en el maletero de un coche, que era de Gerard Basella… no recuerdo el modelo, aunque podía ser un Mercedes…

Aurora asentía cada frase.

- Recorrí varios kilómetros, hasta un pantano. El pantano de Malpartida… Allí empujé el coche con ella dentro. Y nada más.

- ¿Nada más? – quiso saber Aurora.

- Nada más.

- Creo que se equivoca – se volvió al gigante – Mikel.

El hombre se acercó a Medina y le agarró la nuca con las dos manos, tirándole del pelo. Acercando mucho la cara a la suya espetó:

- ¿Vas a decirnos todo lo que sabes?

- No sé más…

No tenía miedo, porque un hombre en su situación difícilmente podía tenerlo.

- ¿No pasó nada más? – insistió Aurora.

- Sí, me fumé un cigarro antes de marcharme…

A ella pareció no gustarle su contestación, y tras su mal gesto Mikel descargó los dos primeros puñetazos.

- ¿Qué se supone que tendría que saber? Yo no pintaba nada ahí…

- Fue el último que vio con vida a mi hermana – afirmó Aurora.

- No estaba con vida.

- Eso es lo que quiere decirme.

Como si fuese un flash, Urso encontró en su memoria una imagen de aquella noche. La imagen de sí mismo abriendo el maletero, antes de empujar el coche, y dejándolo así entornado. Dejándolo entornado y viendo cómo el auto se hundía en el pantano, con la vana esperanza de que a lo mejor, si ese cadáver abría los ojos, tuviese una oportunidad vana de escapar.

Pero no dijo nada.

- Antes de continuar con ese tema – siguió Aurora – dígame, ¿qué era exactamente lo que Basella tenía contra mi hermana?

- En aquella época – empezó a explicar Urso – los Laboratorios Caralt eran una empresa independiente... Gerard, en aquella época, trabajaba como subcontratista para varias empresas de refinería… Y fue entonces cuando empezó a hacer negocios con ellos.

- Eso ya lo sabía. – replicó ella. Él continuó.

- Una de las químicas principales del Laboratorio tenía que supervisar la construcción de una refinería, el almacenaje o algo así… Parece ser que a Gerard le gustó y empezó a acostarse con ella. Poco después entró en contacto con Laboratorios Fuenllana y también os contrató.

- Siga – ordenó Aurora.

- Por lo que yo sé, Natalia era la responsable del proyecto para el que la había contratado Basella. Y no sé cómo, se enteró de lo suyo con aquella científica. Una chiquilla, parece ser, recién salida de la Facultad. Según Natalia, la relación no era consentida, y la había estado amenazando con quitarle el contrato a Caralt si no accedía, y con hacerla a ella responsable ante Honorio…

- Honorio Caralt.

- Sí, en aquella época era el propietario de la empresa.

- ¿Y cómo se enteró Basella de que mi hermana lo sabía?

- Ella se lo dijo, después de una conferencia en el Palacio de Congresos. Y fue ahí donde la mató.

- Hijo de puta…

- Según él, sólo quería ofrecerle un soborno para que se callase… pero ella se asustó y empezó a gritar.

Aurora suspiró antes de volver con sus preguntas:

- Bien, señor Medina. Lo único que puedo decirle es que Natalia no terminó dentro de ese pantano. Usted la vio con vida. Y debe saber qué fue de ella justo después de sacarla de aquella finca donde la encontró. Cuéntemelo todo.

- No vi nada más – contestó Urso – si lo supiera, lo diría.

La mujer volvió a agitar la cabeza, resoplando, y luego hizo un vago gesto a Mikel. El hombre se dispuso a agarrar el cuello de Medina justo cuando éste empezó a toser violentamente; y cada vez que tosía, escupía un borbotón de sangre.

- ¡Joder…! – exclamó Mikel.

- ¿Qué coño le pasa? – preguntó su compañero. Aurora miró a los demás, desconcertada.

Cuando Medina se detuvo y pudo retomar aliento, dijo con dificultad:

- Perdonad… no me encuentro bien. Estoy un poco enfermo.
Acto seguido empezó a reír.

- ¿Qué pasa aquí? – dijo el hombre enjuto – ¡No quiero que me contagie la mierda que quiera que tenga!
Medina se rió aún más.

- No te preocupes – dijo – no es contagioso.

- A tomar por culo – contestó el otro – Me voy de aquí.

- Samuel – dijo Sara – No te pongas nervioso.

- ¿Qué hacemos? – preguntó Mikel. Tenía un acento claramente norteño, se dijo Medina.

- ¿Podríais darme un pañuelo, por favor?

- Vete a la mierda – espetó Samuel.

Aurora se levantó de la silla.

- Este hombre no va a decirnos nada más. – afirmó.

- ¿Crees su versión?

- Sí, la creo. Después de todo, es verosímil. ¡Sólo era un pringado! Yo le conocí por entonces… aunque de eso hablaremos en otro momento. Ahora, sacadlo de aquí.

- ¿Sacarlo de aquí, Aurora? – preguntó Mikel – ¿Fiambre, quieres decir? – y se llevó una mano al bolsillo.

- No – dijo ella, como impresionada – no quiero que este asunto nos eche encima más basura de la necesaria. Tapadle la cabeza y llevadlo donde podáis, lejos. Soltadlo allí.

- Es peligroso – advirtió Sara – nos ha visto.

- No me preocupa – dijo Aurora – ¿Qué puede demostrar? Y, sobre todo, ¿le interesa hacerlo? Aquí, a nadie le interesa que la policía se entere de nada.

Poco después, Urso Medina dio con sus huesos en la cuneta de una carretera. Tenía la cabeza atada con una mortaja. Sintió cómo alguien le empujaba del interior del coche, en el que había estado viajando completamente mareado. Al menos, ya no tosía más sangre.

Consiguió quitarse a duras penas la venda de los ojos cuando vio que Samuel sacaba medio cuerpo del auto, inclinándose sobre él y estampándole un billete de diez euros en el pecho.

- Toma – dijo – Esto es para que vayas mañana a la ciudad, al casco. Date un paseo, toma un café. Olvídate de nosotros. ¿Ves, cómo somos buena gente? Hazme caso, es un consejo, por la cuenta que te trae.

Se quedó allí tendido, extendiendo el billete arrugado ante sus ojos. Las primeras luces de la ciudad brillaban cerca y podía oír cómo el coche se alejaba.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Viajero (2)

El viajero apoyó los codos en la mesa y se dedicó a contemplar el fondo de su copa de vino barato mientras se esforzaba -y esto era notable- en decir una frase que sabía que tendría que explicarme:

-El punto final lo puso España.

Dicho esto, apuró su vino evitando en todo momento mirarme a los ojos, incluso cuando volvió a dejar la copa en la mesa. Permanecimos unos segundos en silencio, tal vez un minuto, él mirando los daguerrotipos y los retratos colgados en la pared, yo con los ojos clavados en las gafas que llevaba puestas cada vez que se ponía a los mandos de su nave y que ahora llevaba colgando del cuello; y cuando él se excusó y me tendió su mano para despedirse, yo ya había captado el significado exacto de aquellas palabras.

-Volar es una sensación maravillosa -dijo una vez en una entrevista para un diario nacional-. Es sin duda la máxima expresión de libertad que puede llegar a experimentar el hombre.

En el mismo diario, todos leímos un mes más tarde que el tráfico aéreo de España estaba paralizado casi en su totalidad y que nuestro famoso viajero se hallaba precisamente allí, a la espera de que la mafia encargada del control aéreo le permitiera despegar y continuar su viaje hacia el Oeste.

-Sin embargo -había dicho- tienen en este país una forma muy extraña de solucionar las cosas: los políticos están más preocupados en repartir las culpas que en evitar que suceda lo mismo una y otra vez.

El viajero me había confesado, en la misma taberna en la que me estrechó su mano tan fríamente, que España le había parecido uno de los países tecnológicamente más subdesarrollados de cuantos había visitado. Y, al preguntarle yo cuáles creía que eran las causas de esto, me respondió:

-Si algo tan maravilloso como volar se deja en última instancia en manos de políticos y mafias, ¿qué crees que ocurrirá con todo aquello cuyo ámbito natural es la Tierra, como la educación o la investigación?

Después apoyó los codos en la mesa y movió la cabeza tristemente. Sus viajes habían terminado, había perdido la ilusión por volar y me había pedido que nos encontrásemos en aquella taberna en la que ninguno de los dos había entrado nunca. Dijo que necesitaba beber. Él, que no había probado el alcohol en su vida, que decía que quería mantener intactas sus facultades para disfrutar cada segundo a los mandos de su maravillosa máquina voladora...

-El punto final lo puso España -dijo.

Después de aquello, vendió su nave por mucho menos de lo que en realidad valía, y siempre he pensado que ojalá hubiera podido adquirirla yo. Sea como fuere, ese personaje, al que siempre admiré tanto, acabó sus días encerrado en una pequeña casa a las afueras de la ciudad. Ninguna visita era bienvenida, y de él sólo conservo, a día de hoy, algunos de sus mapas y una vieja brújula llena de arañazos.