No sé, lo admito, quién eres realmente, pero conozco bien tus maneras: por las noches, cuando todo a mi alrededor comienza a tomar formas extrañas y a girar en torno a mí; cuando una especie de esquizofrenia me esposa a su muñeca y me lleva a escuchar las voces de otros lugares y otros tiempos; cuando se celebra un baile de máscaras y nadie es quien parece ser, entonces apareces tú.
Me ocurre a menudo: me cogen por los brazos y me estiran como si fuera de goma. Por uno, tiran de mí hacia las estrellas, y por el otro, me mantienen encadenado a la Tierra. Y a veces yo no sé decir a unos o a otros: -¡Soltadme!, quiero ir hacia tal o hacia cuál-, no, porque soy muy indeciso y me mantengo atrapado entre dos mundos.
Y entonces tú aprovechas, y con un fragmento de tierra y otro de estrellas, te presentas ante mí con máscaras atractivas y me engañas más fácil que a un niño. Y a la hora de pedirme perdón a mí mismo, me basta con preguntar: -¿Qué culpa tengo de ver sólo lo que quiero ver?-, y si estoy lleno de nada y soy ligero, y el aire frío me empuja hasta las estrellas, ¿cómo puedo decir algo así?: -¡Suéltame, quiero seguir encadenado a este trozo de tierra!
domingo, 31 de octubre de 2010
miércoles, 27 de octubre de 2010
La hora del señor Medina. Capítulo V
Enlace: Capítulo IV.
Urso Medina se preguntaba aún de dónde provenía el tremendo golpe que acababa de oír no demasiado lejos de allí. Sin embargo, se encogió de hombros, entró al coche sin pronunciar palabra y se sentó en el amplio asiento trasero. A esa hora ya no había tráfico, así que en unos segundos se encontró recorriendo las calles de la ciudad a una velocidad que le pareció excesiva. -La ocasión lo requiere-, razonó, pero no podía evitar pensar que ninguna causa era más apremiante que la suya propia en aquel momento.
Mientras atravesaba las calles más oscuras del último barrio periférico, se dedicó a la tarea de conjeturar cómo había podido ocurrir un desastre como aquel. Le había irritado enormemente la acusación de Basella (¿desde cuándo tenía él que asegurarse de que el muerto estaba muerto? Su tarea se limitaba a deshaerse del cuerpo), pero, cada vez que en sus razonamientos llegaba a este punto, Urso Medina tomaba conciencia de la gravedad de su error: no debió de hacer muy bien su trabajo, si la víctima había regresado a casa por su propio pie. Sonaba cómico, pero no lo era en absoluto. Una idea fugaz cruzó su mente: se estaba convirtiendo en un extraño para sí mismo.
Por segunda vez aquella noche, el teléfono lo devolvió al mundo real. Era el propio Basella. -Qué raro- pensó, -Gerard llamándome al móvil, con lo paranoico que es. La cosa debe de ser más grave de lo que pensaba...
Justo en el momento en que descolgó, sonó un clic en el asiento del copiloto.
Urso Medina se preguntaba aún de dónde provenía el tremendo golpe que acababa de oír no demasiado lejos de allí. Sin embargo, se encogió de hombros, entró al coche sin pronunciar palabra y se sentó en el amplio asiento trasero. A esa hora ya no había tráfico, así que en unos segundos se encontró recorriendo las calles de la ciudad a una velocidad que le pareció excesiva. -La ocasión lo requiere-, razonó, pero no podía evitar pensar que ninguna causa era más apremiante que la suya propia en aquel momento.
Mientras atravesaba las calles más oscuras del último barrio periférico, se dedicó a la tarea de conjeturar cómo había podido ocurrir un desastre como aquel. Le había irritado enormemente la acusación de Basella (¿desde cuándo tenía él que asegurarse de que el muerto estaba muerto? Su tarea se limitaba a deshaerse del cuerpo), pero, cada vez que en sus razonamientos llegaba a este punto, Urso Medina tomaba conciencia de la gravedad de su error: no debió de hacer muy bien su trabajo, si la víctima había regresado a casa por su propio pie. Sonaba cómico, pero no lo era en absoluto. Una idea fugaz cruzó su mente: se estaba convirtiendo en un extraño para sí mismo.
Por segunda vez aquella noche, el teléfono lo devolvió al mundo real. Era el propio Basella. -Qué raro- pensó, -Gerard llamándome al móvil, con lo paranoico que es. La cosa debe de ser más grave de lo que pensaba...
Justo en el momento en que descolgó, sonó un clic en el asiento del copiloto.
***
-¿Qué ha dicho? -preguntó Sara, la joven delgada de pelo corto que no había dejado de dar vueltas en círculo detrás de la silla de Samuel. Éste, dejando el auricular sobre la mesa, sólo dijo:
-Está en el Heiter.
Sara se equipó adecuadamente y subió al coche con Mikel. Mikel era un hombre de mediana edad, alto y ancho, de pocas palabras y mucho carácter, cuadriculado y meticuloso. Encendió las luces, dio un brusco acelerón y enseguida dejaron atrás el polígono industrial. -Casi no tenemos morfina- dijo Sara.
-Nos apañaremos.
Atravesaron a toda velocidad las principales arterias de los barrios y la ciudad, y al pasar por delante de las casas en las calles más pequeñas, algunos mendigos se salvaron de ser atropellados sólo gracias a sus buenos reflejos y a que les avisó el ruido cercano de los derrapes al doblar las esquinas.
Abandonaron la zona residencial de la ciudad y entraron en una ancha avenida.
A lo lejos, un Lamborghini Gallardo negro reflejaba la luz naranja de las farolas. -Mira- dijo Sara, -ése es el número uno de Basella-. No hizo falta decir más: Mikel aceleró hasta colocarse a su izquierda mientras Sara acoplaba el silenciador a la pistola. Hizo tres disparos y el último de ellos dio en su objetivo, que era la rueda delantera. El conductor del Lamborghini perdió el control y acabó estrellándose contra la barrera, y Sara miró las chispas por el retrovisor un segundo antes de que Mikel doblara tranquilamente la esquina y, tras atravesar dos calles más, aparcara en la puerta del hotel Heiter, donde esperaba Urso Medina.
-¿Qué ha dicho? -preguntó Sara, la joven delgada de pelo corto que no había dejado de dar vueltas en círculo detrás de la silla de Samuel. Éste, dejando el auricular sobre la mesa, sólo dijo:
-Está en el Heiter.
Sara se equipó adecuadamente y subió al coche con Mikel. Mikel era un hombre de mediana edad, alto y ancho, de pocas palabras y mucho carácter, cuadriculado y meticuloso. Encendió las luces, dio un brusco acelerón y enseguida dejaron atrás el polígono industrial. -Casi no tenemos morfina- dijo Sara.
-Nos apañaremos.
Atravesaron a toda velocidad las principales arterias de los barrios y la ciudad, y al pasar por delante de las casas en las calles más pequeñas, algunos mendigos se salvaron de ser atropellados sólo gracias a sus buenos reflejos y a que les avisó el ruido cercano de los derrapes al doblar las esquinas.
Abandonaron la zona residencial de la ciudad y entraron en una ancha avenida.
A lo lejos, un Lamborghini Gallardo negro reflejaba la luz naranja de las farolas. -Mira- dijo Sara, -ése es el número uno de Basella-. No hizo falta decir más: Mikel aceleró hasta colocarse a su izquierda mientras Sara acoplaba el silenciador a la pistola. Hizo tres disparos y el último de ellos dio en su objetivo, que era la rueda delantera. El conductor del Lamborghini perdió el control y acabó estrellándose contra la barrera, y Sara miró las chispas por el retrovisor un segundo antes de que Mikel doblara tranquilamente la esquina y, tras atravesar dos calles más, aparcara en la puerta del hotel Heiter, donde esperaba Urso Medina.
***
-¡Urso! -gritó Basella a través del teléfono-. ¡Nos han tendido una trampa! ¡No subas al coche! ¡Vuelve a la habitación y espera mi llamada! ¡Maldita sea, Urso, contesta!
Clic.
Una figura cubierta con pasamontañas le apuntó a la frente con una pistola. Urso Medina dejó el teléfono sobre el asiento y levantó tímidamente las manos. -Un poco tarde- dijo, contestando a la advertencia de Basella. Tarde, sí, demasiado tarde. Mikel sabía lo que se hacía: era preciso y matemático, y no desperdiciaba un segundo porque sabía que otros podrían utilizarlo en su contra. Formaba un equipo perfecto con Sara.
El coche zigzagueó por tercera vez entre las casas de ladrillo y atravesó interminables carreteras hasta llegar a un lugar en medio de ninguna parte. Se apartaron de la carretera y Mikel detuvo el coche a una distancia más que suficiente. Se bajó y abrió la puerta de atrás, y enseguida le colocó a Urso Medina un pañuelo en la cara. Éste se quedó algo atontado, pero sabía lo que debía hacer y fingió dormir profundamente. Mikel se metió de nuevo en el coche y, lentamente, subieron hasta la carretera para continuar por un estrecho camino de piedras.
Al cabo de un rato, Urso Medina escuchó ruido de disparos. Sara dijo: -¡Mierda, nos siguen!-, y uno de los disparos rompió la luz de freno derecha.
-¡Acelera, Mikel, joder, tenemos que salir de aquí!
Urso Medina siguió oyendo disparos durante unos minutos e incluso, con los ojos entreabiertos, vio la luz de unos faros reflejada en la carretera junto a él. -Nos han seguido- pensó, -pero ¿desde dónde? ¿Cómo sabía Gerard hacia dónde me llevaban? Cuando me llamó, ni siquiera sabía que había subido al coche; aunque mi silencio debió de dejárselo bastante claro...
Apenas unos segundos después, se dio cuenta de que habían dado esquinazo a los de Basella y sus pequeñas esperanzas desaparecieron casi por completo. Al cabo de un rato, entraron en un polígono industrial y él distinguió a duras penas el cartel de la extensa nave a la que lo llevaban: Laboratorios Caralt & Fuenllana.
-Es imposible... No puede ser... -pensó, y en ese mismo instante se desmayó.
Al despertar, advirtió que le habían cubierto la cara con un pañuelo y le habían maniatado. Se encontraba sentado en una silla de escritorio y todo parecía estar totalmente a oscuras. Una voz le sobresaltó. Una voz femenina que recordaba demasiado bien:
-Buenas noches, señor Medina. No se asuste por el pañuelo, tan sólo es que no podemos permitir que vea algunas de las caras que se encuentran a su alrededor. Usted y yo somos viejos amigos, ¿no es así? Tal vez el nombre de los antiguos laboratorios Caralt & Fuenllana le traiga algunos recuerdos. Y ahora creo que es el momento de que me cuente la verdadera historia de mi hermana Natalia...
-¡Urso! -gritó Basella a través del teléfono-. ¡Nos han tendido una trampa! ¡No subas al coche! ¡Vuelve a la habitación y espera mi llamada! ¡Maldita sea, Urso, contesta!
Clic.
Una figura cubierta con pasamontañas le apuntó a la frente con una pistola. Urso Medina dejó el teléfono sobre el asiento y levantó tímidamente las manos. -Un poco tarde- dijo, contestando a la advertencia de Basella. Tarde, sí, demasiado tarde. Mikel sabía lo que se hacía: era preciso y matemático, y no desperdiciaba un segundo porque sabía que otros podrían utilizarlo en su contra. Formaba un equipo perfecto con Sara.
El coche zigzagueó por tercera vez entre las casas de ladrillo y atravesó interminables carreteras hasta llegar a un lugar en medio de ninguna parte. Se apartaron de la carretera y Mikel detuvo el coche a una distancia más que suficiente. Se bajó y abrió la puerta de atrás, y enseguida le colocó a Urso Medina un pañuelo en la cara. Éste se quedó algo atontado, pero sabía lo que debía hacer y fingió dormir profundamente. Mikel se metió de nuevo en el coche y, lentamente, subieron hasta la carretera para continuar por un estrecho camino de piedras.
Al cabo de un rato, Urso Medina escuchó ruido de disparos. Sara dijo: -¡Mierda, nos siguen!-, y uno de los disparos rompió la luz de freno derecha.
-¡Acelera, Mikel, joder, tenemos que salir de aquí!
Urso Medina siguió oyendo disparos durante unos minutos e incluso, con los ojos entreabiertos, vio la luz de unos faros reflejada en la carretera junto a él. -Nos han seguido- pensó, -pero ¿desde dónde? ¿Cómo sabía Gerard hacia dónde me llevaban? Cuando me llamó, ni siquiera sabía que había subido al coche; aunque mi silencio debió de dejárselo bastante claro...
Apenas unos segundos después, se dio cuenta de que habían dado esquinazo a los de Basella y sus pequeñas esperanzas desaparecieron casi por completo. Al cabo de un rato, entraron en un polígono industrial y él distinguió a duras penas el cartel de la extensa nave a la que lo llevaban: Laboratorios Caralt & Fuenllana.
-Es imposible... No puede ser... -pensó, y en ese mismo instante se desmayó.
Al despertar, advirtió que le habían cubierto la cara con un pañuelo y le habían maniatado. Se encontraba sentado en una silla de escritorio y todo parecía estar totalmente a oscuras. Una voz le sobresaltó. Una voz femenina que recordaba demasiado bien:
-Buenas noches, señor Medina. No se asuste por el pañuelo, tan sólo es que no podemos permitir que vea algunas de las caras que se encuentran a su alrededor. Usted y yo somos viejos amigos, ¿no es así? Tal vez el nombre de los antiguos laboratorios Caralt & Fuenllana le traiga algunos recuerdos. Y ahora creo que es el momento de que me cuente la verdadera historia de mi hermana Natalia...
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sábado, 23 de octubre de 2010
La hora del señor Medina. Capítulo IV
Por Javier Solera.
Enlace: Capítulo III.
- Un momento, señor, voy a comprobarlo.
Es muy tarde. Ha estado lloviendo toda la maldita noche. Una de esas agobiantes lluvias de verano. Ya no cae agua pero el aire está empapado de ella, como si manase de la tierra, como si rebotase hacia el cielo, como si las gotas saltasen como chispas del calor de la tierra encendida y apretada. Todo está lleno de barro y sus cuerpos chorreando. Las ropas, negras de humedad.
Las farolas alumbran la tierra y la luz de la luna todo en derredor, y el resplandor de las ciudades rebota en el horizonte y lo pone todo rojo, el cielo, el suelo. Ese rojo de polígono tan familiar y tan sórdido en que se ha convertido la atmósfera de los campos y de las montañas, de las llanuras y de los valles. Lo que antes fue luz azul acuática de luna clara ahora es anaranjado estertor de brillos industriales.
La llanura es más plana y más extensa de lo que nunca fue, y rodeada a todos lados por vías de tren y carreteras que la encierran, como una muralla. Los ferrocarriles están lejos pero a él le parece que están a su lado y escucha las máquinas pitando y moviéndose y el estallido de los coches que recorren el asfalto, casi en su oreja. La inmensidad de la planicie le pone enfermo y le hace sentirse desnudo y cree que todo el mundo puede observarle desde las ventanas de los autos y desde el frescor de los vagones y señalarle mientras hace lo que hace. Nunca deseó tanto vivir entre montañas.
Sus dos empleados se fuman cigarrillos compulsivos y le miran, mientras se quitan el agua de la frente y se preguntan qué paso dar. En medio de los tres hombres bajo la luz roja y enferma que rebota la luna está el bulto inerte envuelto en cortinas y en abrigos como lienzos.
Yo no quería hacerlo… no quería hacerlo pero lo hice, ¡maldita sea!
- Sé lo que se trae entre manos.
No podía quitarse de la cabeza esa maldita conversación en el Palacio de Congresos.
- He visto lo que ha estado haciendo con esa chica. Conozco lo de sus abusos.
- Mira… creo que te estás equivocando.
- Le voy a decir una cosa: eso es acoso laboral. Y cuando se enteren los jueces no sé cómo le va a sentar a su carrera.
- Creo que te confundes, yo…
- No me venga usted con cuentos. Está usted jodido, señor mío.
Esa puta… yo no quería, ¡no quería hacerlo! Sólo quería hablar, lo juro. En realidad quería ofrecerle dinero. Estaba dispuesto a tapar con dinero su puñetera boca. Le metería tanto dinero que no se reconocería ni a sí misma, ¿eso es malo? No, ¿verdad?
Pero ella se asustó, creyó lo que no era… echó a gritar, echó a correr… mientras corría pedía auxilio… hice lo primero que se me ocurrió.
Y ahora está aquí, frita, en el suelo. Tan quieta y tan tiesa como un boquerón. Envuelta en lienzos como los viejos guerreros cuando los llevaban sobre escudos para quemarlos en el bosque. Pero esto es muy distinto.
La misma historia que se había repetido a sí mismo tantas veces… ¡yo no quería! Pero la había olvidado, la había enterrado en algún trastero en su memoria cerrado con siete llaves.
De vez en cuando le volvían los vacíos, los mareos y las angustias. Recordaba cómo le temblaban las piernas hasta casi dejar de sostenerle, cómo le recorrían la frente sudores fríos que le helaban en medio de la húmeda y tórrida noche del agosto máximo. Recordaba la sensación de vaciársele los ojos secos, de licuársele la sustancia misma del cerebro y caer como en un wáter por la cañería de su cuerpo justo hasta la parte más innoble.
¡Qué miedo da matar, maldita sea!
- ¿Y qué hacemos, Gerard?
- Yo que sé qué coño hacemos…
Y esa palabra escupía el humo del enésimo cigarro.
¿Qué hacemos? Hemos conseguido meter el cuerpo disimuladamente en el coche. Salir del Palacio de Congresos, repleto de policía… menos mal que soy quien soy. Si no, hubiera sido imposible.
Debo terminar con esto y meterlo en algún rincón oscuro de mi alma y no recordarlo jamás. Así que sé a quién tengo que llamar.
Y ojalá no tenga que pensar en ello nunca más hasta que me muera. Mañana tengo que ir a la iglesia o a donde quiera que me dejen rezar.
El teléfono. ¿Quién coño me llama? ¿Cómo es posible que sepan que estoy aquí? A lo mejor quieren recordarme que no se puede fumar u ofrecerme algún servicio para sacarme más dinero…
El señor Medina se quedó un minuto como bloqueado, como tonto mientras el aparato no dejaba de sonar y él se preguntaba cómo era posible sin darse cuenta de sus pensamientos. Aún embobado acercó una mano y con voz torpe contestó:
- ¿Sí?
- Señor Medina, perdone que le moleste – habló una voz plomiza al otro lado.
- No se preocupe.
- Le llamo de recepción – continuó la voz –. Una persona ha llamado al hotel preguntando por usted. Le tengo en espera. Quería saber si desea usted que le pase la llamada.
¿Cómo podían saber que estaba alojado ahí? ¡Si no llevaba ni una noche!
- ¿De parte de quién? – quiso saber Urso.
- Dice ser el señor Basella.
- ¡Basella! – un escalofrío recorrió la espalda cansada de Urso Medina.
- ¿Desea usted hablar con él?
El señor Medina dudó un segundo y casi titubeó, pero sin darse demasiado tiempo a cavilar, presionado, respondió que sí. Después sonó una voz muy distinta, profunda y oscura.
- Urso. ¿Estás ahí?
- Sí, estoy aquí.
- Soy yo, Gerard.
- Ya lo sé.
- Bueno, me andaré sin rodeos. Verás, quería…
- ¿Cómo coño sabes que estoy aquí? - le interrumpió Medina.
El hombre al otro lado tardó un poco en responder.
- ¿Dónde ibas a estar? Siempre estás en ese hotel de mierda. Llamé a tu apartamento y no me contestó nadie. ¿Ya no estás con tu mujer? ¿Os habéis vuelto a pelear?
- No, ya no estoy con mi mujer – replicó Urso, queriendo cambiar de tema.
- Bueno – contestó Gerard – la verdad es que no me importa. No te he llamado para hablar de eso.
- ¿Qué quieres? – el señor Medina empezaba a ponerse nervioso.
- Bueno… es un poco complicado hablar de eso por teléfono. Tenemos que vernos.
- No sé si puedo – replicó Urso.
- Urso, es cuestión de vida o muerte. – la voz de Basella no sonaba nerviosa.
- Tengo problemas – insistió Medina, como si no le importara.
- ¡Yo también tengo problemas! – repuso Gerard – por eso te he llamado.
El señor Medina suspiró y se frotó los ojos, cansado y mareado, y un poco harto. Mientras se le aclaraba la voz tomó aire y soltándolo dijo:
- Mira, tienes que contarme de qué va la historia porque si no, no sé si me interesa.
- Claro que te interesa, Urso. Sabes que siempre juego con mucho dinero.
- Ahora mismo me importa una mierda el dinero – admitió Medina, recordando su triste salud.
- No eres tan rico como yo, Urso.
- Te aseguro que, ahora mismo, me da igual el dinero.
- Bueno… ¿podemos vernos o no?
- Dime qué pasa… dímelo aunque sea por encima, joder. Pero si no me dices nada no pienso mover el culo de esta habitación.
Se hizo un silencio largo y tranquilo al otro lado. Como si Gerard se lo pensara o, más bien, como si quisiese dar una muestra de su autoridad haciendo entender que reflexionaba. El sonido inconfundible de una calada precedió a sus palabras siguientes:
- Bueno, seguro que te acuerdas de aquella mujer… Natalia. Natalia Fuenllana.
A Urso casi le molestó recordarlo.
- Sí, me acuerdo perfectamente.
- Bueno… recuerdas que tuve un… problema con ella.
- Sí.
- Y que tú simplemente te ocupaste de todo.
- Sí, me acuerdo, ¿y qué? Eso está resuelto. Hace años que no me dedico a esa clase de cosas.
- Pues parece que no lo resolviste tan bien, Urso.
- ¿Por qué dices eso?
- Está viva, Urso. Está vivita y coleando. Ha estado viva estos diez putos años y nosotros, tan tranquilos.
- ¿Qué? – exclamó Medina – eso es imposible. Imposible – remarcó.
- Te juro que no es imposible. Y lo sé porque me ha escrito. Me ha llegado una carta suya esta misma mañana.
Urso no contestó, por lo que el señor Basella siguió hablando:
- Tengo que verte inmediatamente. Tengo que enseñarte la carta, que me digas qué piensas, qué debo hacer y, sobre todo, qué coño hiciste esa noche con ese cuerpo. Y quiero saber por qué salió mal y por qué, aun así, te quedaste con mi puto dinero.
En otro momento, a Urso Medina le hubiese asustado considerablemente que Gerard Basella le hablase en ese tono, que desconfiase de él y que le pidiese explicaciones sobre un asunto de ese tipo. Le hubiera asustado incluso mucho, pero, en esa noche concreta y en ese preciso momento, a Medina sólo podía asustarle una cosa y todo lo demás carecía de importancia. Aun así contestó:
- Gerard, te juro que yo lo hice todo correctamente.
- Bueno – zanjó Basella, calando el cigarro – tengo que verte cuanto antes. ¿Cuándo y dónde?
- Estoy en el Hotel Heiter, ya lo sabes.
- Bien, ¿no quieres que te recoja en otro lado?
- Me da un poco igual.
- De acuerdo. En cuarenta minutos estate en la puerta. Pasarán a por ti. Después hablaremos.
- Está bien – contestó Medina.
- Hasta luego, Urso.
- Adiós.
El señor Medina colgó el teléfono y se fundió con el silencio. Estuvo un rato con la mirada perdida en el vacío, como noqueado. Que aquella misma noche, justo en un momento como el que estaba viviendo, la parte más recóndita y más siniestra de su pasado fuese a buscarle al último rincón del mundo para revelársele de nuevo le parecía demasiado.
Se levantó sin pensar, embobado. Dio un último trago al Loch Lomond y miró a su alrededor, como si buscase algo. Tenía que darse prisa. Quizá no le interesara el asunto que Basella tenía que explicarle, quizá incluso tuviera problemas. Pero en su situación le daba igual todo eso y, al menos, tendría algo que le mantuviese ocupado – aunque fuese para mal –. Después de todo no tenía mayor entretenimiento y era eso en lo que debía pensar si no quería volverse loco.
Aprovechó los cuarenta minutos que le había dado Gerard – y que serían, conociéndole, cuarenta minutos de reloj – para darse una ducha. No tenía otra ropa con la que cambiarse pero al menos se quitaría del cuerpo algo de olor a whisky. Y de los viejos tiempos recordaba que a Gerard Basella había que enfrentarlo presentable.
Mientras se metía en la ducha, recordaba. Recordaba una llamada como aquella, intempestiva, hacía diez años. “Estoy en mi villa, en el campo, ven inmediatamente. Ya conoces el camino”.
Y allí el cuadro terrible, como todos los que encontraba Urso Medina en aquel tiempo cuando se dedicaba a aquellas cosas a las que alguien tiene que dedicarse. En los momentos difíciles hay que resolver asuntos difíciles para sobrevivir. Aunque nunca hubiera pensado, hasta aquel día, que alguno de los trapos sucios por lavar fuera ni más ni menos que del señor Basella.
Pero ahí estaba él, en su lujosa villa del campo, con dos de sus empleados y un fiambre entre los tres. Ahí estaba, esperándole, con las manos tan sucias como el alma y sin saber qué hacer con aquel cuerpo.
“Recuerda que me debes un favor, Urso”. Y era verdad, le debía muchos. Incluso ahora, diez años después y tras haberse convertido en un hombre más que respetable, todavía le debía más de uno.
Seguía pensando en todo esto cuando bajó a la calle y comprobó, sin gusto, que volvía a llover. Esperaba bajo la marquesina del autobús, frente a la puerta del Hotel Heiter, a que llegase el coche que le recogería.
“Este es Urso Medina”, solía decir Basella cuando le presentaba a algún cliente. “Un tipo discreto, callado, sencillo. Y ha sido portero en un bar de copas: ¡eso es una garantía de profesionalidad para esta clase de trabajos!”. Y así, esforzadamente, manchándose las manos un poco y mucho el corazón, consiguió subir hasta donde había llegado. De vez en cuando Gerard solía recordarle: “no olvides que estás dónde estás por mí, Urso. No lo olvides por si alguna vez te necesito de nuevo”.
Pero no había vuelto a necesitarle otra vez. No hasta esta noche. No en tanto tiempo que el señor Medina se había acostumbrado, por fin, a ser únicamente un tipo respetable y con dinero. Un tipo normal acomodado e importante. Hasta que el destino se había conjurado para golpearle en el refugio defectuoso de sus células y para rematarle, quizá, con el pasado encarnado en Gerard Basella y reconvertido en alguna historia turbia como la de los viejos tiempos.
Esos tiempos fugaces y turbulentos que ponían el único paréntesis a su existencia, un paréntesis tan doloroso como excéntrico; una turbulencia que perturbaba la línea recta de sus años idénticos y mediocres. Paréntesis que se abría tras una vida de ocupaciones corrientes y miserables y que se cerraba para dar paso a otra distinta de aburrida y triste prosperidad no menos anodina.
Seguía con todos estos recuerdos y preguntándose, también, cómo podía seguir viva Natalia Fuenllana y por qué alguien se empeñaba en amargarle el poco tiempo que aún tenía, mientras la lluvia caía en torno a él y un coche negro se orillaba para ponerse al lado suyo.
Enlace: Capítulo III.
- Un momento, señor, voy a comprobarlo.
Es muy tarde. Ha estado lloviendo toda la maldita noche. Una de esas agobiantes lluvias de verano. Ya no cae agua pero el aire está empapado de ella, como si manase de la tierra, como si rebotase hacia el cielo, como si las gotas saltasen como chispas del calor de la tierra encendida y apretada. Todo está lleno de barro y sus cuerpos chorreando. Las ropas, negras de humedad.
Las farolas alumbran la tierra y la luz de la luna todo en derredor, y el resplandor de las ciudades rebota en el horizonte y lo pone todo rojo, el cielo, el suelo. Ese rojo de polígono tan familiar y tan sórdido en que se ha convertido la atmósfera de los campos y de las montañas, de las llanuras y de los valles. Lo que antes fue luz azul acuática de luna clara ahora es anaranjado estertor de brillos industriales.
La llanura es más plana y más extensa de lo que nunca fue, y rodeada a todos lados por vías de tren y carreteras que la encierran, como una muralla. Los ferrocarriles están lejos pero a él le parece que están a su lado y escucha las máquinas pitando y moviéndose y el estallido de los coches que recorren el asfalto, casi en su oreja. La inmensidad de la planicie le pone enfermo y le hace sentirse desnudo y cree que todo el mundo puede observarle desde las ventanas de los autos y desde el frescor de los vagones y señalarle mientras hace lo que hace. Nunca deseó tanto vivir entre montañas.
Sus dos empleados se fuman cigarrillos compulsivos y le miran, mientras se quitan el agua de la frente y se preguntan qué paso dar. En medio de los tres hombres bajo la luz roja y enferma que rebota la luna está el bulto inerte envuelto en cortinas y en abrigos como lienzos.
Yo no quería hacerlo… no quería hacerlo pero lo hice, ¡maldita sea!
- Sé lo que se trae entre manos.
No podía quitarse de la cabeza esa maldita conversación en el Palacio de Congresos.
- He visto lo que ha estado haciendo con esa chica. Conozco lo de sus abusos.
- Mira… creo que te estás equivocando.
- Le voy a decir una cosa: eso es acoso laboral. Y cuando se enteren los jueces no sé cómo le va a sentar a su carrera.
- Creo que te confundes, yo…
- No me venga usted con cuentos. Está usted jodido, señor mío.
Esa puta… yo no quería, ¡no quería hacerlo! Sólo quería hablar, lo juro. En realidad quería ofrecerle dinero. Estaba dispuesto a tapar con dinero su puñetera boca. Le metería tanto dinero que no se reconocería ni a sí misma, ¿eso es malo? No, ¿verdad?
Pero ella se asustó, creyó lo que no era… echó a gritar, echó a correr… mientras corría pedía auxilio… hice lo primero que se me ocurrió.
Y ahora está aquí, frita, en el suelo. Tan quieta y tan tiesa como un boquerón. Envuelta en lienzos como los viejos guerreros cuando los llevaban sobre escudos para quemarlos en el bosque. Pero esto es muy distinto.
La misma historia que se había repetido a sí mismo tantas veces… ¡yo no quería! Pero la había olvidado, la había enterrado en algún trastero en su memoria cerrado con siete llaves.
De vez en cuando le volvían los vacíos, los mareos y las angustias. Recordaba cómo le temblaban las piernas hasta casi dejar de sostenerle, cómo le recorrían la frente sudores fríos que le helaban en medio de la húmeda y tórrida noche del agosto máximo. Recordaba la sensación de vaciársele los ojos secos, de licuársele la sustancia misma del cerebro y caer como en un wáter por la cañería de su cuerpo justo hasta la parte más innoble.
¡Qué miedo da matar, maldita sea!
- ¿Y qué hacemos, Gerard?
- Yo que sé qué coño hacemos…
Y esa palabra escupía el humo del enésimo cigarro.
¿Qué hacemos? Hemos conseguido meter el cuerpo disimuladamente en el coche. Salir del Palacio de Congresos, repleto de policía… menos mal que soy quien soy. Si no, hubiera sido imposible.
Debo terminar con esto y meterlo en algún rincón oscuro de mi alma y no recordarlo jamás. Así que sé a quién tengo que llamar.
Y ojalá no tenga que pensar en ello nunca más hasta que me muera. Mañana tengo que ir a la iglesia o a donde quiera que me dejen rezar.
***
El teléfono. ¿Quién coño me llama? ¿Cómo es posible que sepan que estoy aquí? A lo mejor quieren recordarme que no se puede fumar u ofrecerme algún servicio para sacarme más dinero…
El señor Medina se quedó un minuto como bloqueado, como tonto mientras el aparato no dejaba de sonar y él se preguntaba cómo era posible sin darse cuenta de sus pensamientos. Aún embobado acercó una mano y con voz torpe contestó:
- ¿Sí?
- Señor Medina, perdone que le moleste – habló una voz plomiza al otro lado.
- No se preocupe.
- Le llamo de recepción – continuó la voz –. Una persona ha llamado al hotel preguntando por usted. Le tengo en espera. Quería saber si desea usted que le pase la llamada.
¿Cómo podían saber que estaba alojado ahí? ¡Si no llevaba ni una noche!
- ¿De parte de quién? – quiso saber Urso.
- Dice ser el señor Basella.
- ¡Basella! – un escalofrío recorrió la espalda cansada de Urso Medina.
- ¿Desea usted hablar con él?
El señor Medina dudó un segundo y casi titubeó, pero sin darse demasiado tiempo a cavilar, presionado, respondió que sí. Después sonó una voz muy distinta, profunda y oscura.
- Urso. ¿Estás ahí?
- Sí, estoy aquí.
- Soy yo, Gerard.
- Ya lo sé.
- Bueno, me andaré sin rodeos. Verás, quería…
- ¿Cómo coño sabes que estoy aquí? - le interrumpió Medina.
El hombre al otro lado tardó un poco en responder.
- ¿Dónde ibas a estar? Siempre estás en ese hotel de mierda. Llamé a tu apartamento y no me contestó nadie. ¿Ya no estás con tu mujer? ¿Os habéis vuelto a pelear?
- No, ya no estoy con mi mujer – replicó Urso, queriendo cambiar de tema.
- Bueno – contestó Gerard – la verdad es que no me importa. No te he llamado para hablar de eso.
- ¿Qué quieres? – el señor Medina empezaba a ponerse nervioso.
- Bueno… es un poco complicado hablar de eso por teléfono. Tenemos que vernos.
- No sé si puedo – replicó Urso.
- Urso, es cuestión de vida o muerte. – la voz de Basella no sonaba nerviosa.
- Tengo problemas – insistió Medina, como si no le importara.
- ¡Yo también tengo problemas! – repuso Gerard – por eso te he llamado.
El señor Medina suspiró y se frotó los ojos, cansado y mareado, y un poco harto. Mientras se le aclaraba la voz tomó aire y soltándolo dijo:
- Mira, tienes que contarme de qué va la historia porque si no, no sé si me interesa.
- Claro que te interesa, Urso. Sabes que siempre juego con mucho dinero.
- Ahora mismo me importa una mierda el dinero – admitió Medina, recordando su triste salud.
- No eres tan rico como yo, Urso.
- Te aseguro que, ahora mismo, me da igual el dinero.
- Bueno… ¿podemos vernos o no?
- Dime qué pasa… dímelo aunque sea por encima, joder. Pero si no me dices nada no pienso mover el culo de esta habitación.
Se hizo un silencio largo y tranquilo al otro lado. Como si Gerard se lo pensara o, más bien, como si quisiese dar una muestra de su autoridad haciendo entender que reflexionaba. El sonido inconfundible de una calada precedió a sus palabras siguientes:
- Bueno, seguro que te acuerdas de aquella mujer… Natalia. Natalia Fuenllana.
A Urso casi le molestó recordarlo.
- Sí, me acuerdo perfectamente.
- Bueno… recuerdas que tuve un… problema con ella.
- Sí.
- Y que tú simplemente te ocupaste de todo.
- Sí, me acuerdo, ¿y qué? Eso está resuelto. Hace años que no me dedico a esa clase de cosas.
- Pues parece que no lo resolviste tan bien, Urso.
- ¿Por qué dices eso?
- Está viva, Urso. Está vivita y coleando. Ha estado viva estos diez putos años y nosotros, tan tranquilos.
- ¿Qué? – exclamó Medina – eso es imposible. Imposible – remarcó.
- Te juro que no es imposible. Y lo sé porque me ha escrito. Me ha llegado una carta suya esta misma mañana.
Urso no contestó, por lo que el señor Basella siguió hablando:
- Tengo que verte inmediatamente. Tengo que enseñarte la carta, que me digas qué piensas, qué debo hacer y, sobre todo, qué coño hiciste esa noche con ese cuerpo. Y quiero saber por qué salió mal y por qué, aun así, te quedaste con mi puto dinero.
En otro momento, a Urso Medina le hubiese asustado considerablemente que Gerard Basella le hablase en ese tono, que desconfiase de él y que le pidiese explicaciones sobre un asunto de ese tipo. Le hubiera asustado incluso mucho, pero, en esa noche concreta y en ese preciso momento, a Medina sólo podía asustarle una cosa y todo lo demás carecía de importancia. Aun así contestó:
- Gerard, te juro que yo lo hice todo correctamente.
- Bueno – zanjó Basella, calando el cigarro – tengo que verte cuanto antes. ¿Cuándo y dónde?
- Estoy en el Hotel Heiter, ya lo sabes.
- Bien, ¿no quieres que te recoja en otro lado?
- Me da un poco igual.
- De acuerdo. En cuarenta minutos estate en la puerta. Pasarán a por ti. Después hablaremos.
- Está bien – contestó Medina.
- Hasta luego, Urso.
- Adiós.
El señor Medina colgó el teléfono y se fundió con el silencio. Estuvo un rato con la mirada perdida en el vacío, como noqueado. Que aquella misma noche, justo en un momento como el que estaba viviendo, la parte más recóndita y más siniestra de su pasado fuese a buscarle al último rincón del mundo para revelársele de nuevo le parecía demasiado.
Se levantó sin pensar, embobado. Dio un último trago al Loch Lomond y miró a su alrededor, como si buscase algo. Tenía que darse prisa. Quizá no le interesara el asunto que Basella tenía que explicarle, quizá incluso tuviera problemas. Pero en su situación le daba igual todo eso y, al menos, tendría algo que le mantuviese ocupado – aunque fuese para mal –. Después de todo no tenía mayor entretenimiento y era eso en lo que debía pensar si no quería volverse loco.
Aprovechó los cuarenta minutos que le había dado Gerard – y que serían, conociéndole, cuarenta minutos de reloj – para darse una ducha. No tenía otra ropa con la que cambiarse pero al menos se quitaría del cuerpo algo de olor a whisky. Y de los viejos tiempos recordaba que a Gerard Basella había que enfrentarlo presentable.
Mientras se metía en la ducha, recordaba. Recordaba una llamada como aquella, intempestiva, hacía diez años. “Estoy en mi villa, en el campo, ven inmediatamente. Ya conoces el camino”.
Y allí el cuadro terrible, como todos los que encontraba Urso Medina en aquel tiempo cuando se dedicaba a aquellas cosas a las que alguien tiene que dedicarse. En los momentos difíciles hay que resolver asuntos difíciles para sobrevivir. Aunque nunca hubiera pensado, hasta aquel día, que alguno de los trapos sucios por lavar fuera ni más ni menos que del señor Basella.
Pero ahí estaba él, en su lujosa villa del campo, con dos de sus empleados y un fiambre entre los tres. Ahí estaba, esperándole, con las manos tan sucias como el alma y sin saber qué hacer con aquel cuerpo.
“Recuerda que me debes un favor, Urso”. Y era verdad, le debía muchos. Incluso ahora, diez años después y tras haberse convertido en un hombre más que respetable, todavía le debía más de uno.
Seguía pensando en todo esto cuando bajó a la calle y comprobó, sin gusto, que volvía a llover. Esperaba bajo la marquesina del autobús, frente a la puerta del Hotel Heiter, a que llegase el coche que le recogería.
“Este es Urso Medina”, solía decir Basella cuando le presentaba a algún cliente. “Un tipo discreto, callado, sencillo. Y ha sido portero en un bar de copas: ¡eso es una garantía de profesionalidad para esta clase de trabajos!”. Y así, esforzadamente, manchándose las manos un poco y mucho el corazón, consiguió subir hasta donde había llegado. De vez en cuando Gerard solía recordarle: “no olvides que estás dónde estás por mí, Urso. No lo olvides por si alguna vez te necesito de nuevo”.
Pero no había vuelto a necesitarle otra vez. No hasta esta noche. No en tanto tiempo que el señor Medina se había acostumbrado, por fin, a ser únicamente un tipo respetable y con dinero. Un tipo normal acomodado e importante. Hasta que el destino se había conjurado para golpearle en el refugio defectuoso de sus células y para rematarle, quizá, con el pasado encarnado en Gerard Basella y reconvertido en alguna historia turbia como la de los viejos tiempos.
Esos tiempos fugaces y turbulentos que ponían el único paréntesis a su existencia, un paréntesis tan doloroso como excéntrico; una turbulencia que perturbaba la línea recta de sus años idénticos y mediocres. Paréntesis que se abría tras una vida de ocupaciones corrientes y miserables y que se cerraba para dar paso a otra distinta de aburrida y triste prosperidad no menos anodina.
Seguía con todos estos recuerdos y preguntándose, también, cómo podía seguir viva Natalia Fuenllana y por qué alguien se empeñaba en amargarle el poco tiempo que aún tenía, mientras la lluvia caía en torno a él y un coche negro se orillaba para ponerse al lado suyo.
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Gusanos
Ahora que al fin me visitas, irrumpiendo en mi habitación, acercándote a mí silenciosa y ruidosamente y quedándote de pie frente a mi cama, con los brazos en jarra, intuyo que esperando una explicación o tal vez una palabra de gratitud, sé que me demandas una confesión.
Pues bien, mira un segundo: ya ves que mi carne no yace entre sábanas blancas; ¿o esperabas encontrar algo extraordinario? Si es así, no es aquí donde has de buscar. ¡Desaparece! ¡Desaparece! ¿O acaso no es eso lo que querías?
Ya, ya entiendo tu silencio.
Es irónico y cruel, tan propio de ti... Porque tú no ignorabas mi deseo de alimentar a los gusanos, pero no con carne propia sino ajena, ajena y cercana, tanto que de ella sólo me separan un abismo y ahora tú. Deseaba un aire limpio, detesto este aire podrido que tinta de negro los pulmones y el corazón. Quería silencios y ausencias y casas abandonadas. Te quería a ti en tantos rincones, en tantos hogares, en tantos lugares...
He aquí mi confesión, y sin embargo, ¡qué irónica y qué inoportuna eres! ¡Me pides una explicación tú, hija del tiempo, espectro maldito, ahora que por fin te dignas visitarme y que es demasiado tarde para todo!
Pues bien, mira un segundo: ya ves que mi carne no yace entre sábanas blancas; ¿o esperabas encontrar algo extraordinario? Si es así, no es aquí donde has de buscar. ¡Desaparece! ¡Desaparece! ¿O acaso no es eso lo que querías?
Ya, ya entiendo tu silencio.
Es irónico y cruel, tan propio de ti... Porque tú no ignorabas mi deseo de alimentar a los gusanos, pero no con carne propia sino ajena, ajena y cercana, tanto que de ella sólo me separan un abismo y ahora tú. Deseaba un aire limpio, detesto este aire podrido que tinta de negro los pulmones y el corazón. Quería silencios y ausencias y casas abandonadas. Te quería a ti en tantos rincones, en tantos hogares, en tantos lugares...
He aquí mi confesión, y sin embargo, ¡qué irónica y qué inoportuna eres! ¡Me pides una explicación tú, hija del tiempo, espectro maldito, ahora que por fin te dignas visitarme y que es demasiado tarde para todo!
jueves, 21 de octubre de 2010
El golpe final
Cedí unos centímetros el día que me dijiste que quizá las cosas saldrían bien. Desde entonces he descubierto que cerrar los ojos sólo sirve para tropezar con las piedras del camino, y ahora con los huesos rotos no se puede desandar lo andado pero tampoco seguir adelante.
En este invierno final no hay nieve y los árboles mueren por miles, y podría mencionar algunas cosas sobre el bosque siniestro que nos aguarda. Pero en el viento hay demasiadas voces y la mía se mezcla entre ellas como si pesara menos que un diente de león, así que ¿quién les prevendrá? Oigo que una de las voces dice algo como: Todo terminará bien.
Y ahora me quieres asestar el último golpe, pero olvidas que soy un jabalí herido y loco. Intentas huir pero te alcanzo, y los árboles muertos se inclinan para escuchar el último aliento de alguien que dijo que tal vez, algún día, las cosas podrían salir más o menos bien.
En este invierno final no hay nieve y los árboles mueren por miles, y podría mencionar algunas cosas sobre el bosque siniestro que nos aguarda. Pero en el viento hay demasiadas voces y la mía se mezcla entre ellas como si pesara menos que un diente de león, así que ¿quién les prevendrá? Oigo que una de las voces dice algo como: Todo terminará bien.
Y ahora me quieres asestar el último golpe, pero olvidas que soy un jabalí herido y loco. Intentas huir pero te alcanzo, y los árboles muertos se inclinan para escuchar el último aliento de alguien que dijo que tal vez, algún día, las cosas podrían salir más o menos bien.
sábado, 16 de octubre de 2010
Cama de cartón
Llevo ya algunos meses fuera de casa. Tal vez debería empezar por ahí: debería explicar en primer lugar mi situación.
Desde hacía algunos años, las cosas en casa se habían vuelto insoportables. Mi mujer bebía, bebía como cincuenta, e imagino que todavía lo hace, si es que aún no ha contraído cirrosis. Vivía yo, vean, con una borracha maloliente. Esto es así porque, al caer cada noche o cada dos noches sobre el viejo sofá del salón, abrigada como venía de la calle y acalorada por el alcohol, comenzaba a sudar de una manera espantosa. A esto había que sumarle el olor del tabaco adherido a una ropa que se cambiaba muy de vez en cuando. A veces, durmiendo yo en la habitación, me despertaba por el mal olor y tenía que abrir todas las ventanas, a pesar del frío que hacía en la calle.
Una vez vino a visitarme una antigua amistad a la que hacía tiempo que no veía, y llegó tan de improviso que no tuve tiempo de adecentar la casa. Sólo tuve tiempo de despertar a mi mujer para que dejara libre el sofá y se fuera a dormir a la cama, pero no lo conseguí: tuve que tirarle del brazo para incorporarla y dejarla sentada allí mismo. Pretexté ante mi amigo que se encontraba enferma, y, puesto que no iba a abandonarla en esa situación, no podía llevarme a mi invitado a tomar un café en la avenida o a cualquier otro sitio, así que en ese estado lamentable pasamos la tarde. Él, por supuesto, se excusó muy temprano, sin duda por lo incómodo que resultaba hablar conmigo mientras una mujer sucia y borracha roncaba a mi lado como un trasto viejo.
Y en este punto ocurrió algo realmente curioso: mi amigo volvió a visitarme al día siguiente. Esta vez se quedó más tiempo, y durante su visita observé que, a intervalos, lanzaba algunas miradas a mi mujer. No quise precipitarme ni acusarle de algo de lo que no estaba seguro, así que guardé silencio sobre el tema y actué como de costumbre. Aquella tarde cogió su sombrero y nos despedimos con el mayor afecto.
Pero volvió una vez más, y después otra vez, y yo empecé a sospechar seriamente de mi amigo. Por supuesto, traté de convencerme de que todo eran estúpidas invenciones mías y de que no debía hacer ningún caso de mis sospechas, hasta que en una ocasión me habló aparte, y me confesó que se sentía atraído por mi mujer. Yo asomé la cabeza para asegurarme de que me hablaba realmente de ella, y, si he de ser sincero, no podía creerlo ni por un instante. La veía allí, de cualquier manera, sobre el sofá, haciendo aquel ruido tan desagradable, manchada de sudor, oliendo a... en fin, oliendo francamente mal, y me preguntaba si él no se habría vuelto rematadamente loco. Barajé la hipótesis de que en el aire se hubiera mezclado alguna sustancia venenosa que le hubiera afectado, tal vez vapor de mercurio o alguna cosa parecida, pero me parecía altamente improbable. Me sorprendió tanto su confesión que durante unos segundos fui incapaz de hablarle. Finalmente, pude decirle algunas palabras. «Mi querido amigo», dije, «si estás seguro de tus sentimientos (¿pero realmente lo estás, querido amigo?), y si eres correspondido y aceptas cargar con ella el resto de tu vida... esta casa y todo lo que hay en ella es tuyo desde hoy».
Él no cabía en sí de satisfacción. Pero tuvo una curiosa forma de agradecérmelo: me hizo cederle legalmente todas mis propiedades, y después me echó de allí, como se echa a un desconocido o a un testigo de Jehová.
Así que, por este acontecimiento surrealista, me veo en la calle en esta noche tan fría en que presiento que se acerca mi final. Puede parecerles gracioso, señores, pero les aseguro que no lo es en absoluto. Me duelen los huesos, me duelen muchísimo, y no tengo para taparme más que un cartón enmohecido y algunas hojas de periódico.
Y un policía se acerca a mí y me dice: «Eh, tú, no puedes dormir aquí». Y yo le contesto: «¿Y qué me puede importar? ¡Lárguese! ¡Lárguese, estúpido! ¿Acaso no ve que me estoy muriendo, helado y solo en este sucio cartón?».
Desde hacía algunos años, las cosas en casa se habían vuelto insoportables. Mi mujer bebía, bebía como cincuenta, e imagino que todavía lo hace, si es que aún no ha contraído cirrosis. Vivía yo, vean, con una borracha maloliente. Esto es así porque, al caer cada noche o cada dos noches sobre el viejo sofá del salón, abrigada como venía de la calle y acalorada por el alcohol, comenzaba a sudar de una manera espantosa. A esto había que sumarle el olor del tabaco adherido a una ropa que se cambiaba muy de vez en cuando. A veces, durmiendo yo en la habitación, me despertaba por el mal olor y tenía que abrir todas las ventanas, a pesar del frío que hacía en la calle.
Una vez vino a visitarme una antigua amistad a la que hacía tiempo que no veía, y llegó tan de improviso que no tuve tiempo de adecentar la casa. Sólo tuve tiempo de despertar a mi mujer para que dejara libre el sofá y se fuera a dormir a la cama, pero no lo conseguí: tuve que tirarle del brazo para incorporarla y dejarla sentada allí mismo. Pretexté ante mi amigo que se encontraba enferma, y, puesto que no iba a abandonarla en esa situación, no podía llevarme a mi invitado a tomar un café en la avenida o a cualquier otro sitio, así que en ese estado lamentable pasamos la tarde. Él, por supuesto, se excusó muy temprano, sin duda por lo incómodo que resultaba hablar conmigo mientras una mujer sucia y borracha roncaba a mi lado como un trasto viejo.
Y en este punto ocurrió algo realmente curioso: mi amigo volvió a visitarme al día siguiente. Esta vez se quedó más tiempo, y durante su visita observé que, a intervalos, lanzaba algunas miradas a mi mujer. No quise precipitarme ni acusarle de algo de lo que no estaba seguro, así que guardé silencio sobre el tema y actué como de costumbre. Aquella tarde cogió su sombrero y nos despedimos con el mayor afecto.
Pero volvió una vez más, y después otra vez, y yo empecé a sospechar seriamente de mi amigo. Por supuesto, traté de convencerme de que todo eran estúpidas invenciones mías y de que no debía hacer ningún caso de mis sospechas, hasta que en una ocasión me habló aparte, y me confesó que se sentía atraído por mi mujer. Yo asomé la cabeza para asegurarme de que me hablaba realmente de ella, y, si he de ser sincero, no podía creerlo ni por un instante. La veía allí, de cualquier manera, sobre el sofá, haciendo aquel ruido tan desagradable, manchada de sudor, oliendo a... en fin, oliendo francamente mal, y me preguntaba si él no se habría vuelto rematadamente loco. Barajé la hipótesis de que en el aire se hubiera mezclado alguna sustancia venenosa que le hubiera afectado, tal vez vapor de mercurio o alguna cosa parecida, pero me parecía altamente improbable. Me sorprendió tanto su confesión que durante unos segundos fui incapaz de hablarle. Finalmente, pude decirle algunas palabras. «Mi querido amigo», dije, «si estás seguro de tus sentimientos (¿pero realmente lo estás, querido amigo?), y si eres correspondido y aceptas cargar con ella el resto de tu vida... esta casa y todo lo que hay en ella es tuyo desde hoy».
Él no cabía en sí de satisfacción. Pero tuvo una curiosa forma de agradecérmelo: me hizo cederle legalmente todas mis propiedades, y después me echó de allí, como se echa a un desconocido o a un testigo de Jehová.
Así que, por este acontecimiento surrealista, me veo en la calle en esta noche tan fría en que presiento que se acerca mi final. Puede parecerles gracioso, señores, pero les aseguro que no lo es en absoluto. Me duelen los huesos, me duelen muchísimo, y no tengo para taparme más que un cartón enmohecido y algunas hojas de periódico.
Y un policía se acerca a mí y me dice: «Eh, tú, no puedes dormir aquí». Y yo le contesto: «¿Y qué me puede importar? ¡Lárguese! ¡Lárguese, estúpido! ¿Acaso no ve que me estoy muriendo, helado y solo en este sucio cartón?».
martes, 12 de octubre de 2010
La hora del señor Medina. Capítulo III
Enlace: Capítulo II
Primavera de 1980
La única luz que hay en la calle es la de la luna, que forma claros allí donde los rayos logran sortear los tejados de los edificios. Si alguien mira con la suficiente atención la esquina correcta del edificio que se encuentra dos manzanas por debajo del bar El Castillo, verá de reojo una silueta moviéndose con extremada cautela calle arriba. Pero muy poca gente se hace al frío de la calle, y los más valientes tienen cosas más importantes a las que dedicar su atención.
La sombra se desliza entre las cajas de cartón sin hacer el menor ruido, esquiva la basura acumulada en el callejón y se pega a la pared cuando oye que se abre la puerta lateral del bar. La luz ilumina restos de comida y algunas latas vacías, y se oye mucho más alto el bullicio de los clientes habituales... y de otros que no lo son. Uno de los camareros arroja una bolsa de color negro y enseguida las ratas se amontonan alrededor. Después, cierra la puerta y todo vuelve a quedar en penumbra.
Pese a la oscuridad, la sombra consigue apilar algunas cajas en forma de escalera, colocándolas y subiéndose encima de manera que soporten su peso sin doblarse. Haciendo equilibrios, llega a la ventana del almacén, da un suave empujón para abrirla, toma impulso y se cuela dentro sin demasiado esfuerzo.
Toma la precaución de no caer sobre ninguna botella, y se agazapa atento a cualquier sonido que se produzca en la escalera. Así transcurren unos minutos. Después se levanta, saca una pequeña linterna del bolsillo derecho y la enciende. Encuentra una caja de cervezas y muerde el cuello de una de ellas para abrirla. Se toma una y después otra y otra más, hasta perder la cuenta y la noción del tiempo.
Se despierta al oír pasos en la escalera, y el tipo que abre la puerta y enciende la luz lo encuentra rodeado de vómito y con los pantalones mojados. La pequeña silueta se tapa la cara y el joven se queda en la puerta mirándolo sin saber qué hacer. Entonces, coge del suelo la caja que traía consigo y la apila junto a las que tiene más cerca.
-Mira qué tenemos aquí -dice-, un pequeño hijo de puta trepando por la pared para robarnos la cerveza. Supongo que eres tú el que se cargó el cierre de la ventana la semana pasada, ¿no es así? Así que por fin te tenemos...
-Yo no he hecho nada...
-¿Qué has dicho?
Pero no hay respuesta, y el joven le aparta el brazo de la cara para verlo bien. Se trata de un niño de apenas quince o dieciséis años. Qué has dicho, le vuelve a preguntar, y el niño contesta:
-Yo no he hecho nada, joder, suéltame.
-Muy bien, pero ahora mismo vas a contarme qué coño haces aquí si no quieres que llame a la policía.
Y así es como se produce el encuentro de dos personalidades muy difíciles: la de un niño asustado, que se niega a hablar, que sabe que se ha metido en un lío, y la de un tipo algunos años mayor, canoso de echar a patadas a la gente de mal vino y sin ganas de tener más problemas de los que ya tiene. Y sin embargo a veces ocurre que personalidades así, tan fuertes y distintas, al cabo de un rato, quién sabe por qué, Dios sabe si porque no hay más alternativa o porque en realidad esas personalidades no están tan lejos la una de la otra, se acaban encontrando y compartiendo un cigarrillo a las cuatro de la mañana en un almacén cualquiera en el sur.
-En resumen, que te has escapado de casa y no puedes volver.
-Ajá.
-Parece una mala película de Hollywood.
-Las películas de Hollywood acaban bien.
-Vamos, seguro que tu padre no es tan mal tipo. Todo tiene arreglo en esta vida.
-¿Quieres que te vuelva a enseñar las marcas?
Él hace un gesto de dolor y le dice que no es necesario. Después le pregunta:
-¿Cómo te llamas, pequeño ladrón de cervezas?
-Raúl.
-Yo me llamo Urso.
-¿Urso? -Raúl se ríe-. Venga ya, nadie se llama Urso.
-Yo sí.
-Qué nombre tan estúpido.
-Gracias. Al menos yo no voy por ahí robando cervezas.
-Cierto, a ti te va mucho mejor: tienes que quedarte toda la noche recogiendo el almacén después de cerrar el bar. Qué envidia.
-Oh, ¿en serio? ¿Y qué quieres ser tú de mayor, señor importante?
-Voy a ser empresario. Un gran empresario, de los que ganan millones. De pequeño quería ser futbolista, pero ahora quiero ser de los que compran equipos de fútbol. Voy a tener una casa enorme con piscina, y me voy a casar. Quiero tener cinco o seis hijos, ¿sabes lo que digo? Y cuidar de ellos, no romperles los huesos.
Raúl habla con total convicción, no duda un segundo al hablar de su futuro. A pesar de todo, resulta ser un buen chico, piensa el joven Urso. "Y cuidar de ellos, no romperles los huesos". ¿Quién podría pegar a un niño? Es decir, pegarle de esta manera, pegarle hasta este punto. Es un buen chico, piensa, y pasan una o dos horas hablando y bromeando, y Urso le llama pequeño sinvergüenza y se ríe con él. Tal vez era esto lo que el niño necesitaba, piensa. Tal vez no necesitaba nada más, sólo alguien que le hiciera un poco de caso.
Ahora, treinta años más tarde, Urso Medina recuerda aquella noche con cierta nostalgia. Ciertamente le habría alegrado ver que Raúl se convertía en alguien importante, que salía de aquella casa en la que una semana le rompían un brazo y la semana siguiente una pierna y nadie le hacía ningún caso, y que montaba un pequeño negocio que iba progresando, y que al final la gente lo acababa llamando señor Raúl. Pero la vida es irónica. La vida es cruel, porque nos hace sacar pecho como si fuésemos dioses y al final nos demuestra que estábamos equivocados. Lo que a Urso le duele es que la vida de Raúl terminase de aquella manera tan cruel, por un golpe mal dado o dado demasiado fuerte, o por una mala caída, como había oído decir después en su calle.
-A lo mejor es que nadie es importante realmente -piensa-, por lo menos en términos absolutos. A lo mejor es que no somos más que un estorbo, y hoy estamos y mañana no estamos. Y tal vez nadie se merece que le traten de usted o le digan señor. Ante la muerte todos somos iguales.
El timbre del teléfono lo saca de su reflexión. Urso Medina lanza un suspiro. Pequeño sinvergüenza, piensa, y descuelga el auricular justo antes de repetirse que la vida es a veces irónica y terriblemente despiadada.
Primavera de 1980
La única luz que hay en la calle es la de la luna, que forma claros allí donde los rayos logran sortear los tejados de los edificios. Si alguien mira con la suficiente atención la esquina correcta del edificio que se encuentra dos manzanas por debajo del bar El Castillo, verá de reojo una silueta moviéndose con extremada cautela calle arriba. Pero muy poca gente se hace al frío de la calle, y los más valientes tienen cosas más importantes a las que dedicar su atención.
La sombra se desliza entre las cajas de cartón sin hacer el menor ruido, esquiva la basura acumulada en el callejón y se pega a la pared cuando oye que se abre la puerta lateral del bar. La luz ilumina restos de comida y algunas latas vacías, y se oye mucho más alto el bullicio de los clientes habituales... y de otros que no lo son. Uno de los camareros arroja una bolsa de color negro y enseguida las ratas se amontonan alrededor. Después, cierra la puerta y todo vuelve a quedar en penumbra.
Pese a la oscuridad, la sombra consigue apilar algunas cajas en forma de escalera, colocándolas y subiéndose encima de manera que soporten su peso sin doblarse. Haciendo equilibrios, llega a la ventana del almacén, da un suave empujón para abrirla, toma impulso y se cuela dentro sin demasiado esfuerzo.
Toma la precaución de no caer sobre ninguna botella, y se agazapa atento a cualquier sonido que se produzca en la escalera. Así transcurren unos minutos. Después se levanta, saca una pequeña linterna del bolsillo derecho y la enciende. Encuentra una caja de cervezas y muerde el cuello de una de ellas para abrirla. Se toma una y después otra y otra más, hasta perder la cuenta y la noción del tiempo.
Se despierta al oír pasos en la escalera, y el tipo que abre la puerta y enciende la luz lo encuentra rodeado de vómito y con los pantalones mojados. La pequeña silueta se tapa la cara y el joven se queda en la puerta mirándolo sin saber qué hacer. Entonces, coge del suelo la caja que traía consigo y la apila junto a las que tiene más cerca.
-Mira qué tenemos aquí -dice-, un pequeño hijo de puta trepando por la pared para robarnos la cerveza. Supongo que eres tú el que se cargó el cierre de la ventana la semana pasada, ¿no es así? Así que por fin te tenemos...
-Yo no he hecho nada...
-¿Qué has dicho?
Pero no hay respuesta, y el joven le aparta el brazo de la cara para verlo bien. Se trata de un niño de apenas quince o dieciséis años. Qué has dicho, le vuelve a preguntar, y el niño contesta:
-Yo no he hecho nada, joder, suéltame.
-Muy bien, pero ahora mismo vas a contarme qué coño haces aquí si no quieres que llame a la policía.
Y así es como se produce el encuentro de dos personalidades muy difíciles: la de un niño asustado, que se niega a hablar, que sabe que se ha metido en un lío, y la de un tipo algunos años mayor, canoso de echar a patadas a la gente de mal vino y sin ganas de tener más problemas de los que ya tiene. Y sin embargo a veces ocurre que personalidades así, tan fuertes y distintas, al cabo de un rato, quién sabe por qué, Dios sabe si porque no hay más alternativa o porque en realidad esas personalidades no están tan lejos la una de la otra, se acaban encontrando y compartiendo un cigarrillo a las cuatro de la mañana en un almacén cualquiera en el sur.
-En resumen, que te has escapado de casa y no puedes volver.
-Ajá.
-Parece una mala película de Hollywood.
-Las películas de Hollywood acaban bien.
-Vamos, seguro que tu padre no es tan mal tipo. Todo tiene arreglo en esta vida.
-¿Quieres que te vuelva a enseñar las marcas?
Él hace un gesto de dolor y le dice que no es necesario. Después le pregunta:
-¿Cómo te llamas, pequeño ladrón de cervezas?
-Raúl.
-Yo me llamo Urso.
-¿Urso? -Raúl se ríe-. Venga ya, nadie se llama Urso.
-Yo sí.
-Qué nombre tan estúpido.
-Gracias. Al menos yo no voy por ahí robando cervezas.
-Cierto, a ti te va mucho mejor: tienes que quedarte toda la noche recogiendo el almacén después de cerrar el bar. Qué envidia.
-Oh, ¿en serio? ¿Y qué quieres ser tú de mayor, señor importante?
-Voy a ser empresario. Un gran empresario, de los que ganan millones. De pequeño quería ser futbolista, pero ahora quiero ser de los que compran equipos de fútbol. Voy a tener una casa enorme con piscina, y me voy a casar. Quiero tener cinco o seis hijos, ¿sabes lo que digo? Y cuidar de ellos, no romperles los huesos.
Raúl habla con total convicción, no duda un segundo al hablar de su futuro. A pesar de todo, resulta ser un buen chico, piensa el joven Urso. "Y cuidar de ellos, no romperles los huesos". ¿Quién podría pegar a un niño? Es decir, pegarle de esta manera, pegarle hasta este punto. Es un buen chico, piensa, y pasan una o dos horas hablando y bromeando, y Urso le llama pequeño sinvergüenza y se ríe con él. Tal vez era esto lo que el niño necesitaba, piensa. Tal vez no necesitaba nada más, sólo alguien que le hiciera un poco de caso.
Ahora, treinta años más tarde, Urso Medina recuerda aquella noche con cierta nostalgia. Ciertamente le habría alegrado ver que Raúl se convertía en alguien importante, que salía de aquella casa en la que una semana le rompían un brazo y la semana siguiente una pierna y nadie le hacía ningún caso, y que montaba un pequeño negocio que iba progresando, y que al final la gente lo acababa llamando señor Raúl. Pero la vida es irónica. La vida es cruel, porque nos hace sacar pecho como si fuésemos dioses y al final nos demuestra que estábamos equivocados. Lo que a Urso le duele es que la vida de Raúl terminase de aquella manera tan cruel, por un golpe mal dado o dado demasiado fuerte, o por una mala caída, como había oído decir después en su calle.
-A lo mejor es que nadie es importante realmente -piensa-, por lo menos en términos absolutos. A lo mejor es que no somos más que un estorbo, y hoy estamos y mañana no estamos. Y tal vez nadie se merece que le traten de usted o le digan señor. Ante la muerte todos somos iguales.
El timbre del teléfono lo saca de su reflexión. Urso Medina lanza un suspiro. Pequeño sinvergüenza, piensa, y descuelga el auricular justo antes de repetirse que la vida es a veces irónica y terriblemente despiadada.
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lunes, 11 de octubre de 2010
La hora del señor Medina. Capítulo II
Por Javier Solera.
Enlace: Capítulo I
Había dejado de llover cuando el taxi llegó a la dirección indicada. La lluvia había parado, sí, pero el cielo seguía completamente blanco y el señor Medina tenía todavía empapado la gabardina plomiza, helada. Pagó al chófer sin mirarle a los ojos y salió del coche sin decir adiós, quedando como pasmado en el borde de la acera mientras escuchaba el motor alejarse a su espalda, perdido en medio de otros cientos de ruidos. La gente iba y venía de un lado para otro.
Dio unos pasos lentos e indecisos y se alineó con la esquina del primer bloque en la avenida. Su vista ascendió pesadamente piso a piso, recorriendo la antigua construcción manchada de humo y erizada de cresterías y de frisos adornando los numerosos balcones. Un toldo verde empapado bajo una gran roseta arropaba la entrada. Edificio Heiter, donde se alojaba el hotel de mismo nombre.
Urso Medina avanzó como sin pensar a lo largo de la acera hasta que accedió al bloque. Estaba claro que el personal del hotel le recordaba perfectamente, pero nadie hizo ademán de saludarse ni mostró interés o alegría por verle de nuevo.
Se acercó al mostrador de recepción mientras contemplaba el espectacular vestíbulo, elegante, galdosiano. Una gran escalera de piedra se bifurcaba a ambos lados para dar paso a las galerías, que se sucedían una sobre otra, repleta de habitaciones, hasta llegar muchos pisos más arriba a un techo acristalado.
El recepcionista le dio unas llaves y le indicó el número de su habitación. Justo la que el señor Medina había pedido, la que había ocupado en todas sus estancias: la 2.5. Piso dos. Habitación cinco.
En otras ocasiones había disfrutado subiendo las altas y empinadas escaleras, pero en aquel momento se sentía debilitado y utilizó el antiquísimo y crujiente ascensor de madera. Recorrió la galería ruidosamente - no había ni un alma - hasta llegar al dormitorio arrinconado en una esquina. Estaba tal como siempre.
El señor Medina se puso a rememorar, como buenamente pudo, todos los momentos vividos en aquel hotel. Momentos que por demás eran tan idénticos como mediocres. En general, su vida había sido una pura rutina, en la que cada día era difícil de distinguir del anterior y del siguiente.
Sus largas estancias en el Hotel Heiter eran generalmente insustanciales, salvo por la alternancia de ciertas mujeres a las que a veces se atrevía a traer, quizá, con el fin de marcar una diferencia en el paso rutinario de aquella recta carretera.
Al señor Medina, no obstante, siempre le había gustado alojarse allí. Está claro que había hoteles mucho mejores en la ciudad y que él podía permitírselos, pero le costaba acostumbrarse a algo porque no terminaba de sentirse cómodo hasta conocer el más mínimo detalle. Y había dormido tantas noches en aquella habitación - por motivos de trabajo - que sabía perfectamente el funcionamiento de cada pieza, dónde estaba todo y cómo latía el pulso del servicio. Prefería la tranquilidad y el control a un lujo de la naturaleza que fuera, por otro lado caro e inútil.
Dejó sus trastos por encima de la cama mientras se sonaba la nariz. Le resultaba estúpido que, en su actual situación, lo más engorroso para él fuera un miserable resfriado. Pero por lo pronto no sentía mayores molestias en su salud que las que le habían llevado a visitar al médico. Molestias en todo caso totalmente menores; tal había sido su sorpresa al recibir el fatal diagnóstico. Hubiese jurado que su dolencia era una minucia, ya que no se encontraba mal especialmente.
Se sentó pesadamente en la cama y miró en derredor. La moqueta verde y las paredes color cereza le daban a la habitación un tono asfixiante saturado de color, congestión agravada por el rojo intenso de las sillas de inspiración neoclásica. La única nota de serenidad la ponían las cortinas color crema, del todo discretas y corrientes. El resto de los muebles era también a imitación de épocas más nobles. Casi la tele, no renovada en muchísimos años - quizá ni se viera hoy día - parecía unirse a esa rememoración. Y todo el menaje tenía la misma inscripción, impresa o bordada: Hotel Heiter - Calle Berlín, nº 1.
Abrió una botella de Loch Lomond que encontró en el minibar y se sirvió una copa en vaso ancho, con tres hielos. Le hubiese gustado añadir limón a la mezcla, pues era poco dado a la bebida y le costaba tolerar los sabores fuertes; pero en la nevera no había más refresco que algunas botellas de tónica, la cual odiaba.
Un whisky excelente, se dijo sin embargo. Si algo le hacía sentir simpatía por el Hotel Heiter era el buen gusto de sus responsables por las importaciones. Cuando agitaba el vaso aireando el caldo le dio por pensar que quizá estuviese contraindicado para alguna de sus medicaciones, o que sería un agravante de su enfermedad.
- Agravante... - se dijo - ¿Puede esto ser más grave?
Empezó a beber, y cuando se dio cuenta había bebido varias copas. Durante aquel rato que no supo medir en el tiempo su cabeza sufrió una explosión. El miedo, las dudas y la confusión más angustiosa salieron de su mente y como un enjambre volaron a su alrededor; un huracán enloquecido e invisible y terrible porque sólo lo podía escuchar él mismo, sentir sus ráfagas cortantes. Así se mantuvo bebiendo y cavilando en el desasosiego hasta que todo, de repente, paró. Le pareció como si ese remolino de emociones dolorosas se hubiese quedado de repente atrapado en alguna diminuta cajita, encerrada en algún rincón escondido de su cuerpo.
Sabía que su mente se había bloqueado y que había entrado en un estado de choque. Que todo se había detenido porque su cabeza no podía seguir procesando esa información - como quizá ningún hombre pueda -. Que todo aquello estaría ahí encerrado hasta que, justo antes del fatal momento, estallaría y empezaría a devenir en locura.
Como si en ese momento la cercanía al abismo le infiriese una fuerza o una determinación desconocidas, dejó por un segundo sus divagaciones y se dijo a sí mismo que debía hacer algo. Que debía aprovechar ese lapso en que el choque sustituiría al pánico puro y duro. Que tenía que dejar algún tipo de impronta en su propia existencia absurda antes de que el miedo en su estado más puro volviera a convertirlo en un pelele.
Así pues, nervioso, se puso de pie y empezó a recorrer la habitación, reconcomiéndose. Tenía que hacer algo, ¿pero qué? ¿Para qué aprovechar el breve espacio hasta la hora definitiva? Simplemente supo ponerse a recordar. Empezó recordando su primera noche en el hotel y todas las otras, que habían sido muchas. Siempre le había gustado alojarse ahí, incluso cuando no le obligaba ningún motivo laboral; incluso cuando aún no había perdido el contacto con su familia.
Luego, como un flash, le vino a la mente un momento olvidado hacía años. Uno de esos episodios de la vida que, sin motivo alguno, todos tenemos como velados, como apartados, como si nunca hubieran sido. Un episodio tan corriente como cualquier otro.
Un episodio que sucedió en un almacén situado sobre un bar, en un callejón, en aquella ciudad del sur.
Enlace: Capítulo I
Había dejado de llover cuando el taxi llegó a la dirección indicada. La lluvia había parado, sí, pero el cielo seguía completamente blanco y el señor Medina tenía todavía empapado la gabardina plomiza, helada. Pagó al chófer sin mirarle a los ojos y salió del coche sin decir adiós, quedando como pasmado en el borde de la acera mientras escuchaba el motor alejarse a su espalda, perdido en medio de otros cientos de ruidos. La gente iba y venía de un lado para otro.
Dio unos pasos lentos e indecisos y se alineó con la esquina del primer bloque en la avenida. Su vista ascendió pesadamente piso a piso, recorriendo la antigua construcción manchada de humo y erizada de cresterías y de frisos adornando los numerosos balcones. Un toldo verde empapado bajo una gran roseta arropaba la entrada. Edificio Heiter, donde se alojaba el hotel de mismo nombre.
Urso Medina avanzó como sin pensar a lo largo de la acera hasta que accedió al bloque. Estaba claro que el personal del hotel le recordaba perfectamente, pero nadie hizo ademán de saludarse ni mostró interés o alegría por verle de nuevo.
Se acercó al mostrador de recepción mientras contemplaba el espectacular vestíbulo, elegante, galdosiano. Una gran escalera de piedra se bifurcaba a ambos lados para dar paso a las galerías, que se sucedían una sobre otra, repleta de habitaciones, hasta llegar muchos pisos más arriba a un techo acristalado.
El recepcionista le dio unas llaves y le indicó el número de su habitación. Justo la que el señor Medina había pedido, la que había ocupado en todas sus estancias: la 2.5. Piso dos. Habitación cinco.
En otras ocasiones había disfrutado subiendo las altas y empinadas escaleras, pero en aquel momento se sentía debilitado y utilizó el antiquísimo y crujiente ascensor de madera. Recorrió la galería ruidosamente - no había ni un alma - hasta llegar al dormitorio arrinconado en una esquina. Estaba tal como siempre.
El señor Medina se puso a rememorar, como buenamente pudo, todos los momentos vividos en aquel hotel. Momentos que por demás eran tan idénticos como mediocres. En general, su vida había sido una pura rutina, en la que cada día era difícil de distinguir del anterior y del siguiente.
Sus largas estancias en el Hotel Heiter eran generalmente insustanciales, salvo por la alternancia de ciertas mujeres a las que a veces se atrevía a traer, quizá, con el fin de marcar una diferencia en el paso rutinario de aquella recta carretera.
Al señor Medina, no obstante, siempre le había gustado alojarse allí. Está claro que había hoteles mucho mejores en la ciudad y que él podía permitírselos, pero le costaba acostumbrarse a algo porque no terminaba de sentirse cómodo hasta conocer el más mínimo detalle. Y había dormido tantas noches en aquella habitación - por motivos de trabajo - que sabía perfectamente el funcionamiento de cada pieza, dónde estaba todo y cómo latía el pulso del servicio. Prefería la tranquilidad y el control a un lujo de la naturaleza que fuera, por otro lado caro e inútil.
Dejó sus trastos por encima de la cama mientras se sonaba la nariz. Le resultaba estúpido que, en su actual situación, lo más engorroso para él fuera un miserable resfriado. Pero por lo pronto no sentía mayores molestias en su salud que las que le habían llevado a visitar al médico. Molestias en todo caso totalmente menores; tal había sido su sorpresa al recibir el fatal diagnóstico. Hubiese jurado que su dolencia era una minucia, ya que no se encontraba mal especialmente.
Se sentó pesadamente en la cama y miró en derredor. La moqueta verde y las paredes color cereza le daban a la habitación un tono asfixiante saturado de color, congestión agravada por el rojo intenso de las sillas de inspiración neoclásica. La única nota de serenidad la ponían las cortinas color crema, del todo discretas y corrientes. El resto de los muebles era también a imitación de épocas más nobles. Casi la tele, no renovada en muchísimos años - quizá ni se viera hoy día - parecía unirse a esa rememoración. Y todo el menaje tenía la misma inscripción, impresa o bordada: Hotel Heiter - Calle Berlín, nº 1.
Abrió una botella de Loch Lomond que encontró en el minibar y se sirvió una copa en vaso ancho, con tres hielos. Le hubiese gustado añadir limón a la mezcla, pues era poco dado a la bebida y le costaba tolerar los sabores fuertes; pero en la nevera no había más refresco que algunas botellas de tónica, la cual odiaba.
Un whisky excelente, se dijo sin embargo. Si algo le hacía sentir simpatía por el Hotel Heiter era el buen gusto de sus responsables por las importaciones. Cuando agitaba el vaso aireando el caldo le dio por pensar que quizá estuviese contraindicado para alguna de sus medicaciones, o que sería un agravante de su enfermedad.
- Agravante... - se dijo - ¿Puede esto ser más grave?
Empezó a beber, y cuando se dio cuenta había bebido varias copas. Durante aquel rato que no supo medir en el tiempo su cabeza sufrió una explosión. El miedo, las dudas y la confusión más angustiosa salieron de su mente y como un enjambre volaron a su alrededor; un huracán enloquecido e invisible y terrible porque sólo lo podía escuchar él mismo, sentir sus ráfagas cortantes. Así se mantuvo bebiendo y cavilando en el desasosiego hasta que todo, de repente, paró. Le pareció como si ese remolino de emociones dolorosas se hubiese quedado de repente atrapado en alguna diminuta cajita, encerrada en algún rincón escondido de su cuerpo.
Sabía que su mente se había bloqueado y que había entrado en un estado de choque. Que todo se había detenido porque su cabeza no podía seguir procesando esa información - como quizá ningún hombre pueda -. Que todo aquello estaría ahí encerrado hasta que, justo antes del fatal momento, estallaría y empezaría a devenir en locura.
Como si en ese momento la cercanía al abismo le infiriese una fuerza o una determinación desconocidas, dejó por un segundo sus divagaciones y se dijo a sí mismo que debía hacer algo. Que debía aprovechar ese lapso en que el choque sustituiría al pánico puro y duro. Que tenía que dejar algún tipo de impronta en su propia existencia absurda antes de que el miedo en su estado más puro volviera a convertirlo en un pelele.
Así pues, nervioso, se puso de pie y empezó a recorrer la habitación, reconcomiéndose. Tenía que hacer algo, ¿pero qué? ¿Para qué aprovechar el breve espacio hasta la hora definitiva? Simplemente supo ponerse a recordar. Empezó recordando su primera noche en el hotel y todas las otras, que habían sido muchas. Siempre le había gustado alojarse ahí, incluso cuando no le obligaba ningún motivo laboral; incluso cuando aún no había perdido el contacto con su familia.
Luego, como un flash, le vino a la mente un momento olvidado hacía años. Uno de esos episodios de la vida que, sin motivo alguno, todos tenemos como velados, como apartados, como si nunca hubieran sido. Un episodio tan corriente como cualquier otro.
Un episodio que sucedió en un almacén situado sobre un bar, en un callejón, en aquella ciudad del sur.
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La hora del señor Medina. Capítulo I
Éste es el primer capítulo de un relato conjunto escrito entre Javier Solera y yo. Él escribirá los capítulos pares y yo los impares. Espero que les guste.
Y así comienzo a novelarla historia de lo que será
cuando las cosas vayan a peor (...)
Nacho Vegas, Monomanía
-Con franqueza, señor...
-Señor Medina, ya se lo he dicho.
-Bien, señor Medina... el pronóstico no es bueno. No puedo darle con exactitud la estimación que me pide, pero, si acepta mi consejo, lo mejor que puede hacer usted ahora es irse a casa y poner en orden sus asuntos.
El señor Urso Medina repite una vez más la conversación en su cabeza mientras avanza por el amplio pasillo en dirección a la salida, donde debe esperar al taxi que la mujer de recepción, una señora gruesa y malhumorada, le acaba de pedir a regañadientes. Aún es pronto para empezar a comprender la magnitud de la noticia y sus implicaciones, pero ya le tiemblan las piernas y está terriblemente molesto por la actitud del médico.
Tropieza con una papelera y se hace daño en la rodilla, y se enfada aún más y sus pensamientos se vuelven más sombríos, y se imagina volviendo sobre sus pasos, deshaciendo el camino recorrido a lo largo del pasillo, subiendo las escaleras, irrumpiendo en el despacho número cincuenta y tres y espetando un patético discurso:
-¡No, no acepto consejos de nadie, y menos de un estúpido como usted! ¡Se acabó, usted no siente compasión por nadie! ¡Escupe las noticias como si hablase con un muro de hormigón! ¡Pues no, señor, yo no soy ningún muro, soy un ser humano, al contrario que usted! Pero usted no sabe con quién trata, ¡ah, no, señor! ¡Le diré lo que puede hacer con sus estúpidos consejos! ¡Váyase al cuerno! ¡Váyase al cuerno!
Imagina que en el despacho, en la misma silla que él ha ocupado hace apenas unos minutos, hay una señora menuda y de pelo canoso que le mira en silencio, horrorizada, y tiene miedo de él. Pero entonces esa señora le comprende y le compadece, y siente lástima por él. Todos a su alrededor sienten lástima y eso parece reconfortarle.
"Con franqueza, señor...".
Cada vez que reproduce el discurso en la cabeza, toma una conciencia más nítida de lo que supone. En un primer momento, las palabras son sonidos aleatorios, sin significado ni orden, y no expresan nada ni tienen más razón de ser que la de producir un ruido desagradable. La vez siguiente, sabe sin duda que ha recibido una noticia terrible y eso le produce ansiedad, pero aún le parece estar viviendo dentro de una película en la que no es ni actor ni espectador. Esta última vez, sin embargo, entiende bruscamente que le queda poco tiempo, y también que cincuenta y siete años no le han preparado para este momento. Siente que tal vez debería haber esperado la noticia y haberla encajado como algo natural, siempre ha sabido que llegaría el momento... pero, obviamente, pocas veces ha pensado en ello, y desde luego no esperaba que el final llegase tan temprano.
Es extraño, pero su mente no le lleva ahora a reflexiones sobre la vida y la muerte, ni a pensamientos más o menos profundos, ni podría decir una sola frase que mereciese quedar registrada para su epitafio. Sin saber por qué, piensa en la recepcionista, esa mujer tan desagradable y antipática. ¡Tratarle así a él, sin importarle que muy pronto va a morir! ...Siente un escalofrío al pensar en esa palabra. Morir. Morir él, el gran señor Medina. Morir él, tan respetado, tan admirado.
Morir, y sin embargo... el mundo sigue funcionando a la misma velocidad, como si a nadie le importara. Morir, ¿y después qué?
Se deja caer en el asiento de atrás del taxi y piensa por un segundo la dirección a la que debería ir. Cuando se da cuenta de que el taxista le mira a través del retrovisor, dice lo primero que le viene a la mente:
-A la calle Berlín.
miércoles, 6 de octubre de 2010
Misericordia
Babatu, el hijo de cuatro años de Ibada, llevaba perdido desde el lunes. Por eso, el miércoles por la mañana, cuando la esperanza comenzaba a agotarse, los ojos de Ibada estaban tan llenos de lágrimas que no podía ver con claridad. Sus hermanos y algunos vecinos de la aldea habían salido a buscar a Babatu mientras ella permanecía en la aldea (no sólo por si el niño volvía sino porque ella tenía las piernas inmóviles de nacimiento), pero muchos temían que hubiera acabado presa de las zarpas de alguna leona. Por supuesto, a nadie se le ocurrió insinuarlo delante de Ibada.
Thuweni, su hermano mayor, había organizado una pequeña partida de búsqueda, pero hasta entonces no había dado ningún resultado. La última vez había salido por la mañana, muy temprano, unos minutos antes de que saliera el sol, y se había adentrado en el bosque junto con algunos voluntarios, ninguno de los cuales había regresado aún, a pesar de que pasaba ya un buen rato de la hora a la que la mayoría de los aldeanos solían comer. Hay que decir, sin embargo, que la comida había empezado a escasear meses antes, y que la situación se había agravado las últimas dos semanas, desde la aparición de aquel grupo de blancos que se habían instalado en la ciudad vecina, quién sabe si de forma temporal o permanente.
Estaba Ibada sentada sobre una piedra al lado de los campos de cultivos en los que muchos campesinos se habían quedado trabajando, cuando llegó el gran sacerdote vestido con sus lujosas telas y engalanado con grandes anillos de oro, exigiendo -más que pidiendo- la atención de todos. Tanto a la izquierda como a la derecha del gran sacerdote había una persona vestida con una túnica morada, y detrás de ellos había un joven que aparentaba tener veintidós o veintitrés años, ojos vivaces y pocos escrúpulos.
El gran sacerdote habló entonces en su extraño idioma, que nadie comprendió, en estos términos:
-Debéis estar agradecidos: Dios me ha enviado a estas tierras para apartaros del camino del infierno. Desde el momento en que nacéis sois pecadores, porque nacéis desde el pecado, y seguís pecando durante toda la vida. No conocer a Dios es el mayor de esos pecados... pero yo os perdono, porque os amo.
»Ved que reconozco que tenéis alma, aunque muchos lo hayan negado hasta ahora. Y sin embargo, ¿de qué os sirve?, pues es un alma impura y vil, apartada del camino correcto. Por eso debéis seguirme a mí, que conozco ese camino y en mi infinito amor me ofrezco a guiaros. Pero, como ya sabéis, vuestra salvación exige una pequeña recompensa: el noventa y cinco por ciento de vuestra producción. ¡Apartaos de las necesidades mundanas! ¿Preferís nutrir el cuerpo y dejar morir de hambre al alma? ¡Impuros!... pero veo que os disculpáis, así que os perdono de nuevo.
Sin embargo, los campesinos no se disculpaban realmente: muchos intercambiaban miradas interrogantes, y los pocos que se habían arrodillado lo habían hecho con el único propósito de seguir trabajando.
-Pero sé -continuó el gran sacerdote- que algunos de vosotros estáis enfermos o sois demasiado viejos para trabajar. Así, como es justo, deberéis hacer otro tipo de sacrificio...
Y el joven situado detrás del gran sacerdote dio entonces un paso adelante. Y llevaba de una mano a un niño negro y desnudo, e Ibada se quedó en silencio y sin poder moverse, y después lloró y gritó con furia por no poder ponerse en pie y arrebatarles a su hijo y abrazarle como solía hacerlo antes de que llegasen aquellos hombres blancos a los que nunca, jamás consiguió entender una palabra.
Thuweni, su hermano mayor, había organizado una pequeña partida de búsqueda, pero hasta entonces no había dado ningún resultado. La última vez había salido por la mañana, muy temprano, unos minutos antes de que saliera el sol, y se había adentrado en el bosque junto con algunos voluntarios, ninguno de los cuales había regresado aún, a pesar de que pasaba ya un buen rato de la hora a la que la mayoría de los aldeanos solían comer. Hay que decir, sin embargo, que la comida había empezado a escasear meses antes, y que la situación se había agravado las últimas dos semanas, desde la aparición de aquel grupo de blancos que se habían instalado en la ciudad vecina, quién sabe si de forma temporal o permanente.
Estaba Ibada sentada sobre una piedra al lado de los campos de cultivos en los que muchos campesinos se habían quedado trabajando, cuando llegó el gran sacerdote vestido con sus lujosas telas y engalanado con grandes anillos de oro, exigiendo -más que pidiendo- la atención de todos. Tanto a la izquierda como a la derecha del gran sacerdote había una persona vestida con una túnica morada, y detrás de ellos había un joven que aparentaba tener veintidós o veintitrés años, ojos vivaces y pocos escrúpulos.
El gran sacerdote habló entonces en su extraño idioma, que nadie comprendió, en estos términos:
-Debéis estar agradecidos: Dios me ha enviado a estas tierras para apartaros del camino del infierno. Desde el momento en que nacéis sois pecadores, porque nacéis desde el pecado, y seguís pecando durante toda la vida. No conocer a Dios es el mayor de esos pecados... pero yo os perdono, porque os amo.
»Ved que reconozco que tenéis alma, aunque muchos lo hayan negado hasta ahora. Y sin embargo, ¿de qué os sirve?, pues es un alma impura y vil, apartada del camino correcto. Por eso debéis seguirme a mí, que conozco ese camino y en mi infinito amor me ofrezco a guiaros. Pero, como ya sabéis, vuestra salvación exige una pequeña recompensa: el noventa y cinco por ciento de vuestra producción. ¡Apartaos de las necesidades mundanas! ¿Preferís nutrir el cuerpo y dejar morir de hambre al alma? ¡Impuros!... pero veo que os disculpáis, así que os perdono de nuevo.
Sin embargo, los campesinos no se disculpaban realmente: muchos intercambiaban miradas interrogantes, y los pocos que se habían arrodillado lo habían hecho con el único propósito de seguir trabajando.
-Pero sé -continuó el gran sacerdote- que algunos de vosotros estáis enfermos o sois demasiado viejos para trabajar. Así, como es justo, deberéis hacer otro tipo de sacrificio...
Y el joven situado detrás del gran sacerdote dio entonces un paso adelante. Y llevaba de una mano a un niño negro y desnudo, e Ibada se quedó en silencio y sin poder moverse, y después lloró y gritó con furia por no poder ponerse en pie y arrebatarles a su hijo y abrazarle como solía hacerlo antes de que llegasen aquellos hombres blancos a los que nunca, jamás consiguió entender una palabra.
martes, 5 de octubre de 2010
Oscuridad
Me pareció abrir los ojos en mitad de un bosque frondoso y oscuro. Me encontraba rodeado de árboles enormes cuyos troncos estaban parcialmente cubiertos de musgo, y arbustos que me sacaban dos o tres cabezas. La vegetación del suelo era tan espesa que no alcanzaba a ver mis propios pies, como no los levantase o caminase sobre las raíces de los árboles.
Traté de salir de aquel lugar caminando en línea recta, pero la creciente oscuridad dificultaba notablemente mi propósito. Llevaría algo más de una hora caminando cuando divisé al fin, a lo lejos, un par de luces. Provenían de una cabaña de madera en la que ardía un fuego que brillaba a través de dos enormes ventanas. Hacía tanto frío que se me habían dormido las manos, y entonces me entregué a una ensoñación en la que me acercaba allí, tocaba la puerta y alguien de aspecto agradable salía a recibirme y, a pesar de no conocerme de nada, me invitaba a pasar con una sonrisa jovial, me cedía su sitio junto al fuego, me entregaba una manta y compartía conmigo algo de comida caliente.
¡Ensoñaciones! ¿No es cierto que causan grandes problemas? ¿De quién es el mundo: de los soñadores o de los que tienen los pies heridos? Y sin embargo, parece que tenemos una cierta tendencia a desear cosas imposibles.
En esta circunstancia me encontraba, cuando eché a caminar con decisión hacia la puerta de aquella casita. -Viva quien viva ahí -pensé-, algo me dice que seré bien recibido.
Unos minutos más tarde me encontraba frente a un rústico llamador que no utilicé por vergüenza. Me quedé allí quieto durante al menos dos minutos más, y entonces escuché: -Vamos, ven, nos están esperando.
La voz parecía venir de todas partes a la vez y sonaba como un trueno. -Ven, tenemos que darnos prisa -escuché.
Alguien o algo me cogió entonces de la mano y me arrastró con fuerza sobrehumana en dirección al bosque. Yo, mientras tanto, gritaba: -¡Déjame poner las manos al fuego aunque sólo sea un minuto! Llevo demasiado tiempo entre las sombras... ¡y tengo tanto frío!
Traté de salir de aquel lugar caminando en línea recta, pero la creciente oscuridad dificultaba notablemente mi propósito. Llevaría algo más de una hora caminando cuando divisé al fin, a lo lejos, un par de luces. Provenían de una cabaña de madera en la que ardía un fuego que brillaba a través de dos enormes ventanas. Hacía tanto frío que se me habían dormido las manos, y entonces me entregué a una ensoñación en la que me acercaba allí, tocaba la puerta y alguien de aspecto agradable salía a recibirme y, a pesar de no conocerme de nada, me invitaba a pasar con una sonrisa jovial, me cedía su sitio junto al fuego, me entregaba una manta y compartía conmigo algo de comida caliente.
¡Ensoñaciones! ¿No es cierto que causan grandes problemas? ¿De quién es el mundo: de los soñadores o de los que tienen los pies heridos? Y sin embargo, parece que tenemos una cierta tendencia a desear cosas imposibles.
En esta circunstancia me encontraba, cuando eché a caminar con decisión hacia la puerta de aquella casita. -Viva quien viva ahí -pensé-, algo me dice que seré bien recibido.
Unos minutos más tarde me encontraba frente a un rústico llamador que no utilicé por vergüenza. Me quedé allí quieto durante al menos dos minutos más, y entonces escuché: -Vamos, ven, nos están esperando.
La voz parecía venir de todas partes a la vez y sonaba como un trueno. -Ven, tenemos que darnos prisa -escuché.
Alguien o algo me cogió entonces de la mano y me arrastró con fuerza sobrehumana en dirección al bosque. Yo, mientras tanto, gritaba: -¡Déjame poner las manos al fuego aunque sólo sea un minuto! Llevo demasiado tiempo entre las sombras... ¡y tengo tanto frío!
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