lunes, 11 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo II

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo I

Había dejado de llover cuando el taxi llegó a la dirección indicada. La lluvia había parado, sí, pero el cielo seguía completamente blanco y el señor Medina tenía todavía empapado la gabardina plomiza, helada. Pagó al chófer sin mirarle a los ojos y salió del coche sin decir adiós, quedando como pasmado en el borde de la acera mientras escuchaba el motor alejarse a su espalda, perdido en medio de otros cientos de ruidos. La gente iba y venía de un lado para otro.

Dio unos pasos lentos e indecisos y se alineó con la esquina del primer bloque en la avenida. Su vista ascendió pesadamente piso a piso, recorriendo la antigua construcción manchada de humo y erizada de cresterías y de frisos adornando los numerosos balcones. Un toldo verde empapado bajo una gran roseta arropaba la entrada. Edificio Heiter, donde se alojaba el hotel de mismo nombre.

Urso Medina avanzó como sin pensar a lo largo de la acera hasta que accedió al bloque. Estaba claro que el personal del hotel le recordaba perfectamente, pero nadie hizo ademán de saludarse ni mostró interés o alegría por verle de nuevo.

Se acercó al mostrador de recepción mientras contemplaba el espectacular vestíbulo, elegante, galdosiano. Una gran escalera de piedra se bifurcaba a ambos lados para dar paso a las galerías, que se sucedían una sobre otra, repleta de habitaciones, hasta llegar muchos pisos más arriba a un techo acristalado.
El recepcionista le dio unas llaves y le indicó el número de su habitación. Justo la que el señor Medina había pedido, la que había ocupado en todas sus estancias: la 2.5. Piso dos. Habitación cinco.

En otras ocasiones había disfrutado subiendo las altas y empinadas escaleras, pero en aquel momento se sentía debilitado y utilizó el antiquísimo y crujiente ascensor de madera. Recorrió la galería ruidosamente - no había ni un alma - hasta llegar al dormitorio arrinconado en una esquina. Estaba tal como siempre.

El señor Medina se puso a rememorar, como buenamente pudo, todos los momentos vividos en aquel hotel. Momentos que por demás eran tan idénticos como mediocres. En general, su vida había sido una pura rutina, en la que cada día era difícil de distinguir del anterior y del siguiente.
Sus largas estancias en el Hotel Heiter eran generalmente insustanciales, salvo por la alternancia de ciertas mujeres a las que a veces se atrevía a traer, quizá, con el fin de marcar una diferencia en el paso rutinario de aquella recta carretera.

Al señor Medina, no obstante, siempre le había gustado alojarse allí. Está claro que había hoteles mucho mejores en la ciudad y que él podía permitírselos, pero le costaba acostumbrarse a algo porque no terminaba de sentirse cómodo hasta conocer el más mínimo detalle. Y había dormido tantas noches en aquella habitación - por motivos de trabajo - que sabía perfectamente el funcionamiento de cada pieza, dónde estaba todo y cómo latía el pulso del servicio. Prefería la tranquilidad y el control a un lujo de la naturaleza que fuera, por otro lado caro e inútil.

Dejó sus trastos por encima de la cama mientras se sonaba la nariz. Le resultaba estúpido que, en su actual situación, lo más engorroso para él fuera un miserable resfriado. Pero por lo pronto no sentía mayores molestias en su salud que las que le habían llevado a visitar al médico. Molestias en todo caso totalmente menores; tal había sido su sorpresa al recibir el fatal diagnóstico. Hubiese jurado que su dolencia era una minucia, ya que no se encontraba mal especialmente.

Se sentó pesadamente en la cama y miró en derredor. La moqueta verde y las paredes color cereza le daban a la habitación un tono asfixiante saturado de color, congestión agravada por el rojo intenso de las sillas de inspiración neoclásica. La única nota de serenidad la ponían las cortinas color crema, del todo discretas y corrientes. El resto de los muebles era también a imitación de épocas más nobles. Casi la tele, no renovada en muchísimos años - quizá ni se viera hoy día - parecía unirse a esa rememoración. Y todo el menaje tenía la misma inscripción, impresa o bordada: Hotel Heiter - Calle Berlín, nº 1.

Abrió una botella de Loch Lomond que encontró en el minibar y se sirvió una copa en vaso ancho, con tres hielos. Le hubiese gustado añadir limón a la mezcla, pues era poco dado a la bebida y le costaba tolerar los sabores fuertes; pero en la nevera no había más refresco que algunas botellas de tónica, la cual odiaba.
Un whisky excelente, se dijo sin embargo. Si algo le hacía sentir simpatía por el Hotel Heiter era el buen gusto de sus responsables por las importaciones. Cuando agitaba el vaso aireando el caldo le dio por pensar que quizá estuviese contraindicado para alguna de sus medicaciones, o que sería un agravante de su enfermedad.

- Agravante... - se dijo - ¿Puede esto ser más grave?

Empezó a beber, y cuando se dio cuenta había bebido varias copas. Durante aquel rato que no supo medir en el tiempo su cabeza sufrió una explosión. El miedo, las dudas y la confusión más angustiosa salieron de su mente y como un enjambre volaron a su alrededor; un huracán enloquecido e invisible y terrible porque sólo lo podía escuchar él mismo, sentir sus ráfagas cortantes. Así se mantuvo bebiendo y cavilando en el desasosiego hasta que todo, de repente, paró. Le pareció como si ese remolino de emociones dolorosas se hubiese quedado de repente atrapado en alguna diminuta cajita, encerrada en algún rincón escondido de su cuerpo.

Sabía que su mente se había bloqueado y que había entrado en un estado de choque. Que todo se había detenido porque su cabeza no podía seguir procesando esa información - como quizá ningún hombre pueda -. Que todo aquello estaría ahí encerrado hasta que, justo antes del fatal momento, estallaría y empezaría a devenir en locura.
Como si en ese momento la cercanía al abismo le infiriese una fuerza o una determinación desconocidas, dejó por un segundo sus divagaciones y se dijo a sí mismo que debía hacer algo. Que debía aprovechar ese lapso en que el choque sustituiría al pánico puro y duro. Que tenía que dejar algún tipo de impronta en su propia existencia absurda antes de que el miedo en su estado más puro volviera a convertirlo en un pelele.

Así pues, nervioso, se puso de pie y empezó a recorrer la habitación, reconcomiéndose. Tenía que hacer algo, ¿pero qué? ¿Para qué aprovechar el breve espacio hasta la hora definitiva? Simplemente supo ponerse a recordar. Empezó recordando su primera noche en el hotel y todas las otras, que habían sido muchas. Siempre le había gustado alojarse ahí, incluso cuando no le obligaba ningún motivo laboral; incluso cuando aún no había perdido el contacto con su familia.

Luego, como un flash, le vino a la mente un momento olvidado hacía años. Uno de esos episodios de la vida que, sin motivo alguno, todos tenemos como velados, como apartados, como si nunca hubieran sido. Un episodio tan corriente como cualquier otro.

Un episodio que sucedió en un almacén situado sobre un bar, en un callejón, en aquella ciudad del sur.

0 pinceladas:

Publicar un comentario