martes, 12 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo III

Enlace: Capítulo II

Primavera de 1980


La única luz que hay en la calle es la de la luna, que forma claros allí donde los rayos logran sortear los tejados de los edificios. Si alguien mira con la suficiente atención la esquina correcta del edificio que se encuentra dos manzanas por debajo del bar El Castillo, verá de reojo una silueta moviéndose con extremada cautela calle arriba. Pero muy poca gente se hace al frío de la calle, y los más valientes tienen cosas más importantes a las que dedicar su atención.

La sombra se desliza entre las cajas de cartón sin hacer el menor ruido, esquiva la basura acumulada en el callejón y se pega a la pared cuando oye que se abre la puerta lateral del bar. La luz ilumina restos de comida y algunas latas vacías, y se oye mucho más alto el bullicio de los clientes habituales... y de otros que no lo son. Uno de los camareros arroja una bolsa de color negro y enseguida las ratas se amontonan alrededor. Después, cierra la puerta y todo vuelve a quedar en penumbra.

Pese a la oscuridad, la sombra consigue apilar algunas cajas en forma de escalera, colocándolas y subiéndose encima de manera que soporten su peso sin doblarse. Haciendo equilibrios, llega a la ventana del almacén, da un suave empujón para abrirla, toma impulso y se cuela dentro sin demasiado esfuerzo.

Toma la precaución de no caer sobre ninguna botella, y se agazapa atento a cualquier sonido que se produzca en la escalera. Así transcurren unos minutos. Después se levanta, saca una pequeña linterna del bolsillo derecho y la enciende. Encuentra una caja de cervezas y muerde el cuello de una de ellas para abrirla. Se toma una y después otra y otra más, hasta perder la cuenta y la noción del tiempo.

Se despierta al oír pasos en la escalera, y el tipo que abre la puerta y enciende la luz lo encuentra rodeado de vómito y con los pantalones mojados. La pequeña silueta se tapa la cara y el joven se queda en la puerta mirándolo sin saber qué hacer. Entonces, coge del suelo la caja que traía consigo y la apila junto a las que tiene más cerca.

-Mira qué tenemos aquí -dice-, un pequeño hijo de puta trepando por la pared para robarnos la cerveza. Supongo que eres tú el que se cargó el cierre de la ventana la semana pasada, ¿no es así? Así que por fin te tenemos...
-Yo no he hecho nada...
-¿Qué has dicho?

Pero no hay respuesta, y el joven le aparta el brazo de la cara para verlo bien. Se trata de un niño de apenas quince o dieciséis años. Qué has dicho, le vuelve a preguntar, y el niño contesta:

-Yo no he hecho nada, joder, suéltame.
-Muy bien, pero ahora mismo vas a contarme qué coño haces aquí si no quieres que llame a la policía.

Y así es como se produce el encuentro de dos personalidades muy difíciles: la de un niño asustado, que se niega a hablar, que sabe que se ha metido en un lío, y la de un tipo algunos años mayor, canoso de echar a patadas a la gente de mal vino y sin ganas de tener más problemas de los que ya tiene. Y sin embargo a veces ocurre que personalidades así, tan fuertes y distintas, al cabo de un rato, quién sabe por qué, Dios sabe si porque no hay más alternativa o porque en realidad esas personalidades no están tan lejos la una de la otra, se acaban encontrando y compartiendo un cigarrillo a las cuatro de la mañana en un almacén cualquiera en el sur.

-En resumen, que te has escapado de casa y no puedes volver.
-Ajá.
-Parece una mala película de Hollywood.
-Las películas de Hollywood acaban bien.
-Vamos, seguro que tu padre no es tan mal tipo. Todo tiene arreglo en esta vida.
-¿Quieres que te vuelva a enseñar las marcas?

Él hace un gesto de dolor y le dice que no es necesario. Después le pregunta:

-¿Cómo te llamas, pequeño ladrón de cervezas?
-Raúl.
-Yo me llamo Urso.
-¿Urso? -Raúl se ríe-. Venga ya, nadie se llama Urso.
-Yo sí.
-Qué nombre tan estúpido.
-Gracias. Al menos yo no voy por ahí robando cervezas.
-Cierto, a ti te va mucho mejor: tienes que quedarte toda la noche recogiendo el almacén después de cerrar el bar. Qué envidia.
-Oh, ¿en serio? ¿Y qué quieres ser tú de mayor, señor importante?
-Voy a ser empresario. Un gran empresario, de los que ganan millones. De pequeño quería ser futbolista, pero ahora quiero ser de los que compran equipos de fútbol. Voy a tener una casa enorme con piscina, y me voy a casar. Quiero tener cinco o seis hijos, ¿sabes lo que digo? Y cuidar de ellos, no romperles los huesos.

Raúl habla con total convicción, no duda un segundo al hablar de su futuro. A pesar de todo, resulta ser un buen chico, piensa el joven Urso. "Y cuidar de ellos, no romperles los huesos". ¿Quién podría pegar a un niño? Es decir, pegarle de esta manera, pegarle hasta este punto. Es un buen chico, piensa, y pasan una o dos horas hablando y bromeando, y Urso le llama pequeño sinvergüenza y se ríe con él. Tal vez era esto lo que el niño necesitaba, piensa. Tal vez no necesitaba nada más, sólo alguien que le hiciera un poco de caso.

Ahora, treinta años más tarde, Urso Medina recuerda aquella noche con cierta nostalgia. Ciertamente le habría alegrado ver que Raúl se convertía en alguien importante, que salía de aquella casa en la que una semana le rompían un brazo y la semana siguiente una pierna y nadie le hacía ningún caso, y que montaba un pequeño negocio que iba progresando, y que al final la gente lo acababa llamando señor Raúl. Pero la vida es irónica. La vida es cruel, porque nos hace sacar pecho como si fuésemos dioses y al final nos demuestra que estábamos equivocados. Lo que a Urso le duele es que la vida de Raúl terminase de aquella manera tan cruel, por un golpe mal dado o dado demasiado fuerte, o por una mala caída, como había oído decir después en su calle.

-A lo mejor es que nadie es importante realmente -piensa-, por lo menos en términos absolutos. A lo mejor es que no somos más que un estorbo, y hoy estamos y mañana no estamos. Y tal vez nadie se merece que le traten de usted o le digan señor. Ante la muerte todos somos iguales.

El timbre del teléfono lo saca de su reflexión. Urso Medina lanza un suspiro. Pequeño sinvergüenza, piensa, y descuelga el auricular justo antes de repetirse que la vida es a veces irónica y terriblemente despiadada.

2 comentarios:

  1. Quiero más, quiero más, quiero más!!! XD Besito!!!

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  2. Ante la muerte todos somos iguales. Como dirían por ahí, comer puedes comer gloria, pero cagar, todos cagamos mierda...

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