sábado, 23 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo IV

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo III.

- Un momento, señor, voy a comprobarlo.

Es muy tarde. Ha estado lloviendo toda la maldita noche. Una de esas agobiantes lluvias de verano. Ya no cae agua pero el aire está empapado de ella, como si manase de la tierra, como si rebotase hacia el cielo, como si las gotas saltasen como chispas del calor de la tierra encendida y apretada. Todo está lleno de barro y sus cuerpos chorreando. Las ropas, negras de humedad.

Las farolas alumbran la tierra y la luz de la luna todo en derredor, y el resplandor de las ciudades rebota en el horizonte y lo pone todo rojo, el cielo, el suelo. Ese rojo de polígono tan familiar y tan sórdido en que se ha convertido la atmósfera de los campos y de las montañas, de las llanuras y de los valles. Lo que antes fue luz azul acuática de luna clara ahora es anaranjado estertor de brillos industriales.

La llanura es más plana y más extensa de lo que nunca fue, y rodeada a todos lados por vías de tren y carreteras que la encierran, como una muralla. Los ferrocarriles están lejos pero a él le parece que están a su lado y escucha las máquinas pitando y moviéndose y el estallido de los coches que recorren el asfalto, casi en su oreja. La inmensidad de la planicie le pone enfermo y le hace sentirse desnudo y cree que todo el mundo puede observarle desde las ventanas de los autos y desde el frescor de los vagones y señalarle mientras hace lo que hace. Nunca deseó tanto vivir entre montañas.

Sus dos empleados se fuman cigarrillos compulsivos y le miran, mientras se quitan el agua de la frente y se preguntan qué paso dar. En medio de los tres hombres bajo la luz roja y enferma que rebota la luna está el bulto inerte envuelto en cortinas y en abrigos como lienzos.

Yo no quería hacerlo… no quería hacerlo pero lo hice, ¡maldita sea!

- Sé lo que se trae entre manos.

No podía quitarse de la cabeza esa maldita conversación en el Palacio de Congresos.

- He visto lo que ha estado haciendo con esa chica. Conozco lo de sus abusos.

- Mira… creo que te estás equivocando.

- Le voy a decir una cosa: eso es acoso laboral. Y cuando se enteren los jueces no sé cómo le va a sentar a su carrera.

- Creo que te confundes, yo…

- No me venga usted con cuentos. Está usted jodido, señor mío.

Esa puta… yo no quería, ¡no quería hacerlo! Sólo quería hablar, lo juro. En realidad quería ofrecerle dinero. Estaba dispuesto a tapar con dinero su puñetera boca. Le metería tanto dinero que no se reconocería ni a sí misma, ¿eso es malo? No, ¿verdad?
Pero ella se asustó, creyó lo que no era… echó a gritar, echó a correr… mientras corría pedía auxilio… hice lo primero que se me ocurrió.

Y ahora está aquí, frita, en el suelo. Tan quieta y tan tiesa como un boquerón. Envuelta en lienzos como los viejos guerreros cuando los llevaban sobre escudos para quemarlos en el bosque. Pero esto es muy distinto.

La misma historia que se había repetido a sí mismo tantas veces… ¡yo no quería! Pero la había olvidado, la había enterrado en algún trastero en su memoria cerrado con siete llaves.

De vez en cuando le volvían los vacíos, los mareos y las angustias. Recordaba cómo le temblaban las piernas hasta casi dejar de sostenerle, cómo le recorrían la frente sudores fríos que le helaban en medio de la húmeda y tórrida noche del agosto máximo. Recordaba la sensación de vaciársele los ojos secos, de licuársele la sustancia misma del cerebro y caer como en un wáter por la cañería de su cuerpo justo hasta la parte más innoble.

¡Qué miedo da matar, maldita sea!

- ¿Y qué hacemos, Gerard?

- Yo que sé qué coño hacemos…

Y esa palabra escupía el humo del enésimo cigarro.

¿Qué hacemos? Hemos conseguido meter el cuerpo disimuladamente en el coche. Salir del Palacio de Congresos, repleto de policía… menos mal que soy quien soy. Si no, hubiera sido imposible.

Debo terminar con esto y meterlo en algún rincón oscuro de mi alma y no recordarlo jamás. Así que sé a quién tengo que llamar.

Y ojalá no tenga que pensar en ello nunca más hasta que me muera. Mañana tengo que ir a la iglesia o a donde quiera que me dejen rezar.

***

El teléfono. ¿Quién coño me llama? ¿Cómo es posible que sepan que estoy aquí? A lo mejor quieren recordarme que no se puede fumar u ofrecerme algún servicio para sacarme más dinero…

El señor Medina se quedó un minuto como bloqueado, como tonto mientras el aparato no dejaba de sonar y él se preguntaba cómo era posible sin darse cuenta de sus pensamientos. Aún embobado acercó una mano y con voz torpe contestó:

- ¿Sí?

- Señor Medina, perdone que le moleste – habló una voz plomiza al otro lado.

- No se preocupe.

- Le llamo de recepción – continuó la voz –. Una persona ha llamado al hotel preguntando por usted. Le tengo en espera. Quería saber si desea usted que le pase la llamada.

¿Cómo podían saber que estaba alojado ahí? ¡Si no llevaba ni una noche!

- ¿De parte de quién? – quiso saber Urso.

- Dice ser el señor Basella.

- ¡Basella! – un escalofrío recorrió la espalda cansada de Urso Medina.

- ¿Desea usted hablar con él?

El señor Medina dudó un segundo y casi titubeó, pero sin darse demasiado tiempo a cavilar, presionado, respondió que sí. Después sonó una voz muy distinta, profunda y oscura.

- Urso. ¿Estás ahí?

- Sí, estoy aquí.

- Soy yo, Gerard.

- Ya lo sé.

- Bueno, me andaré sin rodeos. Verás, quería…

- ¿Cómo coño sabes que estoy aquí? - le interrumpió Medina.

El hombre al otro lado tardó un poco en responder.

- ¿Dónde ibas a estar? Siempre estás en ese hotel de mierda. Llamé a tu apartamento y no me contestó nadie. ¿Ya no estás con tu mujer? ¿Os habéis vuelto a pelear?

- No, ya no estoy con mi mujer – replicó Urso, queriendo cambiar de tema.

- Bueno – contestó Gerard – la verdad es que no me importa. No te he llamado para hablar de eso.

- ¿Qué quieres? – el señor Medina empezaba a ponerse nervioso.

- Bueno… es un poco complicado hablar de eso por teléfono. Tenemos que vernos.

- No sé si puedo – replicó Urso.

- Urso, es cuestión de vida o muerte. – la voz de Basella no sonaba nerviosa.

- Tengo problemas – insistió Medina, como si no le importara.

- ¡Yo también tengo problemas! – repuso Gerard – por eso te he llamado.

El señor Medina suspiró y se frotó los ojos, cansado y mareado, y un poco harto. Mientras se le aclaraba la voz tomó aire y soltándolo dijo:

- Mira, tienes que contarme de qué va la historia porque si no, no sé si me interesa.

- Claro que te interesa, Urso. Sabes que siempre juego con mucho dinero.

- Ahora mismo me importa una mierda el dinero – admitió Medina, recordando su triste salud.

- No eres tan rico como yo, Urso.

- Te aseguro que, ahora mismo, me da igual el dinero.

- Bueno… ¿podemos vernos o no?

- Dime qué pasa… dímelo aunque sea por encima, joder. Pero si no me dices nada no pienso mover el culo de esta habitación.

Se hizo un silencio largo y tranquilo al otro lado. Como si Gerard se lo pensara o, más bien, como si quisiese dar una muestra de su autoridad haciendo entender que reflexionaba. El sonido inconfundible de una calada precedió a sus palabras siguientes:

- Bueno, seguro que te acuerdas de aquella mujer… Natalia. Natalia Fuenllana.

A Urso casi le molestó recordarlo.

- Sí, me acuerdo perfectamente.

- Bueno… recuerdas que tuve un… problema con ella.

- Sí.

- Y que tú simplemente te ocupaste de todo.

- Sí, me acuerdo, ¿y qué? Eso está resuelto. Hace años que no me dedico a esa clase de cosas.

- Pues parece que no lo resolviste tan bien, Urso.

- ¿Por qué dices eso?

- Está viva, Urso. Está vivita y coleando. Ha estado viva estos diez putos años y nosotros, tan tranquilos.

- ¿Qué? – exclamó Medina – eso es imposible. Imposible – remarcó.

- Te juro que no es imposible. Y lo sé porque me ha escrito. Me ha llegado una carta suya esta misma mañana.

Urso no contestó, por lo que el señor Basella siguió hablando:

- Tengo que verte inmediatamente. Tengo que enseñarte la carta, que me digas qué piensas, qué debo hacer y, sobre todo, qué coño hiciste esa noche con ese cuerpo. Y quiero saber por qué salió mal y por qué, aun así, te quedaste con mi puto dinero.

En otro momento, a Urso Medina le hubiese asustado considerablemente que Gerard Basella le hablase en ese tono, que desconfiase de él y que le pidiese explicaciones sobre un asunto de ese tipo. Le hubiera asustado incluso mucho, pero, en esa noche concreta y en ese preciso momento, a Medina sólo podía asustarle una cosa y todo lo demás carecía de importancia. Aun así contestó:

- Gerard, te juro que yo lo hice todo correctamente.

- Bueno – zanjó Basella, calando el cigarro – tengo que verte cuanto antes. ¿Cuándo y dónde?

- Estoy en el Hotel Heiter, ya lo sabes.

- Bien, ¿no quieres que te recoja en otro lado?

- Me da un poco igual.

- De acuerdo. En cuarenta minutos estate en la puerta. Pasarán a por ti. Después hablaremos.

- Está bien – contestó Medina.

- Hasta luego, Urso.

- Adiós.

El señor Medina colgó el teléfono y se fundió con el silencio. Estuvo un rato con la mirada perdida en el vacío, como noqueado. Que aquella misma noche, justo en un momento como el que estaba viviendo, la parte más recóndita y más siniestra de su pasado fuese a buscarle al último rincón del mundo para revelársele de nuevo le parecía demasiado.

Se levantó sin pensar, embobado. Dio un último trago al Loch Lomond y miró a su alrededor, como si buscase algo. Tenía que darse prisa. Quizá no le interesara el asunto que Basella tenía que explicarle, quizá incluso tuviera problemas. Pero en su situación le daba igual todo eso y, al menos, tendría algo que le mantuviese ocupado – aunque fuese para mal –. Después de todo no tenía mayor entretenimiento y era eso en lo que debía pensar si no quería volverse loco.

Aprovechó los cuarenta minutos que le había dado Gerard – y que serían, conociéndole, cuarenta minutos de reloj – para darse una ducha. No tenía otra ropa con la que cambiarse pero al menos se quitaría del cuerpo algo de olor a whisky. Y de los viejos tiempos recordaba que a Gerard Basella había que enfrentarlo presentable.

Mientras se metía en la ducha, recordaba. Recordaba una llamada como aquella, intempestiva, hacía diez años. “Estoy en mi villa, en el campo, ven inmediatamente. Ya conoces el camino”.
Y allí el cuadro terrible, como todos los que encontraba Urso Medina en aquel tiempo cuando se dedicaba a aquellas cosas a las que alguien tiene que dedicarse. En los momentos difíciles hay que resolver asuntos difíciles para sobrevivir. Aunque nunca hubiera pensado, hasta aquel día, que alguno de los trapos sucios por lavar fuera ni más ni menos que del señor Basella.

Pero ahí estaba él, en su lujosa villa del campo, con dos de sus empleados y un fiambre entre los tres. Ahí estaba, esperándole, con las manos tan sucias como el alma y sin saber qué hacer con aquel cuerpo.
“Recuerda que me debes un favor, Urso”. Y era verdad, le debía muchos. Incluso ahora, diez años después y tras haberse convertido en un hombre más que respetable, todavía le debía más de uno.

Seguía pensando en todo esto cuando bajó a la calle y comprobó, sin gusto, que volvía a llover. Esperaba bajo la marquesina del autobús, frente a la puerta del Hotel Heiter, a que llegase el coche que le recogería.
“Este es Urso Medina”, solía decir Basella cuando le presentaba a algún cliente. “Un tipo discreto, callado, sencillo. Y ha sido portero en un bar de copas: ¡eso es una garantía de profesionalidad para esta clase de trabajos!”. Y así, esforzadamente, manchándose las manos un poco y mucho el corazón, consiguió subir hasta donde había llegado. De vez en cuando Gerard solía recordarle: “no olvides que estás dónde estás por mí, Urso. No lo olvides por si alguna vez te necesito de nuevo”.

Pero no había vuelto a necesitarle otra vez. No hasta esta noche. No en tanto tiempo que el señor Medina se había acostumbrado, por fin, a ser únicamente un tipo respetable y con dinero. Un tipo normal acomodado e importante. Hasta que el destino se había conjurado para golpearle en el refugio defectuoso de sus células y para rematarle, quizá, con el pasado encarnado en Gerard Basella y reconvertido en alguna historia turbia como la de los viejos tiempos.

Esos tiempos fugaces y turbulentos que ponían el único paréntesis a su existencia, un paréntesis tan doloroso como excéntrico; una turbulencia que perturbaba la línea recta de sus años idénticos y mediocres. Paréntesis que se abría tras una vida de ocupaciones corrientes y miserables y que se cerraba para dar paso a otra distinta de aburrida y triste prosperidad no menos anodina.

Seguía con todos estos recuerdos y preguntándose, también, cómo podía seguir viva Natalia Fuenllana y por qué alguien se empeñaba en amargarle el poco tiempo que aún tenía, mientras la lluvia caía en torno a él y un coche negro se orillaba para ponerse al lado suyo.

1 comentario:

  1. Diría quiero más, pero ya hay más XD. Esto de leer con retraso es lo que tiene... ¡pero más vale tarde que nunca!

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